Juan sabía que, desde sus ojos, unas veces, salía una mirada comprensiva y, otras veces, una mirada de culpabilidad. Como siempre, creía que sus miradas no tenían incidencia en quien las recibía. Eran situaciones que ocurrían y no tenían la más mínima importancia.
En una ocasión la reacción de una persona le hizo ver que sus ojos tenían tal poder que eran fácilmente captados por otros ojos que recibían esas miradas. Desde entonces, empezó a darse cuenta de que sí eran importantes la cualidad de sus miradas.
“Cuando un hermano se comporta de forma demente sólo lo puedes sanar percibiendo cordura en él. Si percibes sus errores y los aceptas, estás aceptando los tuyos”.
“Si quieres entregarle tus errores al Espíritu Santo, tienes que hacer lo mismo con los suyos. A menos que esta se convierta en la única manera en que lidias con todos los errores, no podrán entender cómo se deshacen”.
“¿Qué diferencia hay entre esto y decirte que lo que enseñas es lo que aprendes? Tu hermano tiene tanta razón como tú, y si crees que está equivocado te estás condenando a ti mismo”.
Juan sabía que estaba en aguas nuevas que no le eran conocidas. La idea del error estaba grabada en su mente. En cambio, la forma de deshacer el error no lo había practicado en su vida. La mirada lo era todo. Sus ojos debían ver cordura en el otro.
Venía a su mente las leyes de la influencia entre unos y otros. La confianza engendraba confianza. La paz engendraba paz. La amabilidad despertaba amabilidad. La cordura despertaba cordura. Así Juan podía comprender un poco mejor la idea de deshacer el error.
No hay comentarios:
Publicar un comentario