martes, enero 31

PRINCIPIOS AUTÉNTICOS DEL PADRE CELESTIAL

Carlos discurría sobre la función del Padre Celestial de la familia humana. Veía el poderoso amor de los padres humanos por sus hijos. Observaba ese interés en educar, compartir las buenas actitudes, facilitar las tareas y desarrollar los hábitos de colaboración dentro de la familia. Muchas veces se había quedado sorprendido por la atención, el sacrificio y la entrega de dichos padres.

Todo lo que había visto en las familias lo consideraba un reflejo del Padre Celestial. Confiado en ese amor, se acercaba a esas líneas de pensamiento que llegaban hasta su mente: “La salvación es volver a despertar las leyes del Padre Celestial en mentes que han promulgado otras leyes a las que le han otorgado el poder de poner en vigor lo que el Padre Celestial no creó”. 

Ese volver a despertar esos principios, implicaba que se habían emborronado, en la comprensión, las actitudes, las solicitudes y las ayudas del Padre Celestial. Una de esas ayudas era la compañía: “A todo el que camina por la tierra en aparente soledad se le ha dado un salvador, cuya función especial aquí es liberarlo, para así liberarse a sí mismo”.

Carlos recordaba la petición de una madre de uno de sus alumnos. La madre, interesada en la educación y desarrollo de su hijo, había captado que estaba siendo influenciado por un compañero con unas ideas un poco innobles. La influencia era evidente. No se escondía de nadie. La madre exponía esa situación para que Carlos hablara con su hijo. 

La madre se adelantó al pensamiento de Carlos. Le dijo que, como madre, ella tenía su influencia limitada a esas edades de los jóvenes. Una opinión de uno de sus profesores sería mucho más fuerte y poderosa que la suya. Volcó sobre el alma de Carlos su preocupación, su interés, su desvelo, su respeto, pero le pedía si podía ayudar en ese proceso, en esos momentos, en esa tendencia que llevaba su hijo único. 

Carlos observaba que las madres no sólo daban la vida. No sólo resolvían los problemas físicos de crecimiento. También se ocupaban del desarrollo del carácter y de las orientaciones de sus hijos. Las madres hacían obras completas, no inacabadas. ¿Quién podría negarse a tratar de compartir unas ideas de libertad y no de dependencia?

Eran momentos de despertar la responsabilidad personal por encima de la imitación de otra mente juvenil poderosa. La influencia, cuando respetaba la decisión personal, era siempre positiva. La influencia, cuando anulaba a la persona y sólo obligaba a seguir el camino que él imponía, era una esclavitud asumida sin conciencia. La amistad no podía borrar las decisiones y responsabilidades personales. 

Aquí Carlos veía ese reflejo de los principios del Padre Celestial en esa madre. Y debía ayudar en ese proceso para volver a despertar esos principios en una mente que proclamaba otros principios que el Padre Celestial no creó: anularse a sí mismo por la influencia y por la amistad. Perder su propio camino y perder su propia responsabilidad. 

La conversación con su hijo fue un elemento de paz, de confianza, de claridad y de reflexión. El hijo llevaba la sabiduría de sus padres. Llevaba la buena actitud y las buenas amistades desarrolladas por sus progenitores. Aquel muchacho, tan bien formado por esos padres, sólo necesitaba una luz, una reflexión, unos pensamientos dichos en voz alta para darse cuenta de su error, de su equivocación, de su camino irreal. 

No siempre se daba así en el campo de la vida de los jóvenes. Pero, en aquel caso, aquella preocupación de la madre quedó colmada. Aquella amistad de los dos jóvenes no se quebró, continuó. Pero, de otro modo, con un sentido distinto. Ya no había sumisión del uno al otro. Era compartir las decisiones y expresar con claridad las divergencias sin asomo de duda. La verdadera amistad estaba basada en el respeto. 

Para el hijo de la madre, fue un punto de retorno en su vida. Fue un despertar de los principios del Padre Celestial. Le dio oxígeno y energía. Se dio cuenta de la influencia y la dirección que llevaba. Decidió crear su propio camino y aceptar, una vez más, esos principios del Padre Celestial que había sembrado en su experiencia. Un recuerdo que, muchos años después, todavía agradecía aquella conversación que le abrió el auténtico horizonte de su vida.

lunes, enero 30

EL PAPEL DEL OTRO EN MI VIDA

Sebas se estaba quitando una nube de incomprensión de su cabeza. Había visto a varias personas que le habían impactado al tratar a los demás. Eran personas muy consideradas, con un alto sentimiento del respeto, de la admiración y de la dignidad. 

Se preguntaba, en muchas ocasiones, la razón de esa forma de trato tan excelente. Sebas era persona que trataba con mucha educación a los demás, pero veía en aquellas personas algo nuevo que añadían. Era algo así como que no veían los errores de los otros y los trataban con todo su esmero. 

Un día, en clase, se le quedó una idea de su profesor de literatura. Les indicaba que se podría hacer la descripción de una persona perfecta con tal de contar de ellas todas las cosas buenas que hacían. Lo único que se debía hacer era omitir los errores que cometían. Así la descripción de una persona maravillosa estaba servida. No había que hacer más. 

A Sebas, aquella idea se le grabó en su mente y en su corazón. No había que buscar a las personas buenas fuera de la sociedad, fuera de este mundo, fuera de la naturalidad de cada día. Solamente había que vivir con esas personas, excepto en esos momentos que reaccionaban, se molestaban y se enfadaban. 

Cierto día, una señora casada le hizo un comentario de su esposo: “Mi esposo lo atenderá muy bien. Estoy segura de ello. Sabe cómo tratar con todas las almas. Solamente tiene algunos momentos donde se angustia, se pone nervioso, se agita y pierde un poco la compostura. Sin embargo, la recobra pronto y puede confiar totalmente en él”. 

Sebas veía el amor de esa señora casada por su esposo. No solamente apreciaba sus momentos estupendos, también comprendía esos momentos que había que evitar. Con dicha comprensión, la bondad estaba en su punto. Era hermoso sentirse apoyado en esos momentos difíciles donde se perdía el norte, la tranquilidad y la serenidad. 

Sebas estaba aprendiendo un mecanismo nuevo en su mente. Gozaba de esos buenos momentos con las personas, y, además, empezaba a comprender esos momentos inconvenientes como efectos del miedo, de la angustia y del desasosiego. Era una manera de ver claridad en las personas en todo momento. Sin duda, era un completo cielo. 

Con esa nueva mente que se abría paso en sus pensamientos, podía comprender un poco mejor aquellas líneas: “El pecado (condenación) no tiene cabida en el Cielo, donde sus resultados serían algo ajeno a éste y donde ni ellos ni su fuente podrían tener acceso. Y en esto reside tu necesidad de no ver pecado (condenación) en tu hermano”. 

“El Cielo se encuentra en él. Si ves en él pecado (condenación), en vez de errores, pierdes de vista el Cielo”. Sebas era consciente de que esa mirada de amor se encontraba en aquella esposa que comprendía los errores de su esposo. Pero, había escuchado, por otras bocas, opiniones condenatorias de aquellos esporádicos arrebatos. 

La mirada de amor veía errores, los entendía y los superaba. Las miradas de amor de aquellas personas que trataban a los demás con esa consideración tan hermosa, se destacaban sobre las miradas de otros que, a veces, con dureza, atacaban los errores de los demás y los condenaban. 

Sebas elegía seguir con la propuesta que seguía: “Contémplalo tal como es, no obstante, y lo que es tuyo irradiará desde él hasta ti. Tu salvador te ofrece sólo amor, pero lo que recibes de él depende de ti”. Sebas entendía que su mirada sobre el hermano y lo que recibía dependía del tipo de mirada que emitía. Si en su corazón había pecado (condenación) vería pecado (condenación) en el otro. 

Si en su corazón había comprensión, errores que se podían superar y un deseo ardiente de reflexión, vería lo mismo en el corazón y actitud del otro. Por tanto, no vería condenación en el otro.

domingo, enero 29

APARICIÓN DE UNA NUEVA CONCIENCIA

Adolfo estaba descubriendo un denominador común en aquellas líneas que estaba leyendo. El camino de superación era la aparición, en su interior, de una conciencia diferente a la que tenía. La luz se le iba abriendo y un horizonte nuevo se estaba diseñando en la lejanía. 

Esa nueva conciencia le hacía ver a los demás de una distinta forma a la que había estado considerando a cada persona. Leía y releía aquellas líneas: “Contempla a tu hermano con otros ojos. Tú me has perdonado ya. Sin embargo, no puedo hacer uso de tu regalo de azucenas mientras tú no las veas. Ni tú puedes hacer uso de lo que yo te he dado mientras no lo compartas”. 

Adolfo veía que ese cambio de conciencia se centraba en la ley maravillosa de la vida: “trata a los demás como quisieras que los otros te traten a ti”. Pero, se estaba hablando de conciencia. No se hablaba de un acto puntual. Se podía tratar bien a una persona y recibir de esa persona un trato inadecuado. Esa conciencia se formaba cuando nuestra mentalidad se ponía en práctica. 

La idea no era tratar bien a los demás para que los demás nos trataran bien. Su finalidad era bien distinta. La idea de tratar bien a los demás construía esa conciencia en nuestro interior independientemente de la reacción de los demás. Mientras nuestras ideas no se pusieran en práctica, la nueva conciencia nunca aparecería: “Ni tú puedes hacer uso de lo que yo te he dado mientras no lo compartas”. 

Adolfo estaba alborozado en su interior. Veía con mayor claridad la aparición de esa nueva conciencia que le cambiaría su forma de ver y considerar a los demás. Si veía en los demás el mismo tesoro que descubría dentro de sí. Si veía en los demás la misma importancia que sentía como una fuerza que le hacía vivir. Si compartía con los demás, la alegría de la vida que necesitaba para cada día. 

Si veía en los demás la misma necesidad de comprensión que reclamaba para sí en muchos momentos. Si veía en los demás la necesidad de disculpa y de apoyo como él la necesitaba. Si veía en los demás, la liberación que él deseaba experimentar. Si veía en los demás, la falta de culpa y condenación que tanto le molestaba en su vida. Entonces, y sólo entonces, estaría cambiando su mentalidad. 

Ya era hora de dejar de usar ese doble rasero que veía una perniciosa intencionalidad en los demás, mientras él se justificaba y alegaba que él no la tenía. Ya era hora de ofrecer a los demás la misma comprensión que a él se ofrecía. Los demás eran tan malos como él, o los demás eran tan buenos como él. Los demás eran tan amables y maravillosos como él, o los demás eran tan descuidados y negligentes como él. 

Al tratar a los demás con todas la buenas intenciones, actitudes, pensamientos y amorosos planteamientos con los que él se trataba, esa nueva consciencia hacía aparición, con toda su eterna fuerza de verdad, en la vida. “Ayúdales a los demás a seguir adelante en paz más allá de tus condenas, con la luz de su propia inocencia alumbrando el camino hacia su redención y liberación”. 

“No le obstruyas el paso con ataques y condenas, cuando su redención está tan cerca. Deja, en cambio, que la blancura de tu nueva conciencia representada en el ramo de azucenas lo acelere en su camino hacia la resurrección”. 

Adolfo estallaba en su interior de gozo. Había visto las luces de una nueva conciencia. Había visto el camino para crear esa nueva conciencia. Había visto la grandeza eterna de esa nueva conciencia. Algo muy sustancial estaba cambiando en su interior. Y, Adolfo, de ello, se alegraba con inmensa gratitud hacia su amante Creador.

sábado, enero 28

AMOR SIEMPRE, PERO PENSANDO BIEN

Rafa veía que se utilizaba una palabra un tanto fuerte e inadecuada en aquel texto. Eso le llamó mucho la atención. Él no la hubiera utilizado jamás en ese asunto y en ese contexto. Y le hizo pensar mucho en la aplicación que la autora hacía de esa afirmación. ¿Podría tener razón?

Esas líneas exponían la línea de comprensión del ser humano: “Cada ser tiene cuatro partes: física, emocional, intelectual y espiritual. Pienso también que, si pudiéramos aprender a liberarnos de los sentimientos desnaturalizados, de nuestra ira, de nuestros miedos o de nuestras lágrimas no vertidas, podríamos encontrar de nuevo la armonía con nuestro yo verdadero y ser tal como debiéramos ser”. 

“Este yo verdadero está compuesto de estas cuatro partes, que deberían equilibrarse y dar un todo armonioso. No podemos alcanzar ese estado anterior más que con una condición: la de haber aprendido a aceptar nuestro propio cuerpo-físico. Debemos llegar a expresar nuestros sentimientos libremente sin tener miedo de que se rían de nosotros cuando lloramos, cuando estamos enfadados o celosos, o nos esforzamos en parecernos a alguien por sus talentos, dones o comportamientos”. 

“Debemos comprender que sólo existen dos miedos: el miedo a caerse y el miedo al ruido. Todos los otros miedos han sido impuestos poco a poco en nuestra infancia por los adultos, pues proyectaban sobre nosotros sus propios miedos y los transmitían así de generación en generación”. 

Sin embargo, lo más importante de todo es aprender a amar incondicionalmente. La mayoría de nosotros hemos sido educados como prostitutas. Siempre se repetía lo mismo: «Te quiero si... » y esta palabra «si... » ha destruido más vidas que cualquier otra cosa sobre el planeta Tierra”. 

“Esta palabra nos prostituye realmente, pues nos hace creer que, con una buena conducta o con unas buenas notas en la escuela, podemos comprar amor. De esa manera, nunca podremos desarrollar nuestro sentido del amor o nuestro sentido de autoestima”.

“Cuando éramos niños, si no cumplíamos la voluntad de los adultos, éramos castigados, y sin embargo una educación afectuosa habría podido hacernos entrar en razón. Nuestros maestros espirituales nos han dicho que si hubiéramos crecido en el amor incondicional y en la disciplina no tendríamos nunca miedo a las tempestades de la vida”. 

“No tendríamos más miedo, ni sentimientos de culpabilidad, ni angustias, pues éstos son los únicos enemigos del hombre”. Rafa se quedaba asombrado con la utilización de la palabra “prostitución” en ese contexto. Reconocía que había aprendido mucho de “amor incondicional” en las experiencias de esa autora. 

Admitía que ese modo de condicionar el amor al buen comportamiento era un error tremendo. Se amaba al ser humano por su gran dignidad. Unas veces estábamos de acuerdo con sus esfuerzos y superaciones. Otras veces pensábamos en cómo ayudarlo mejor en circunstancias delicadas. Pero, nunca, nunca, se ponía en duda el amor ni la dignidad de la persona. 

Se amaba al ser humano por encima de todo, por encima de sus cualidades, por encima de sus actitudes, por encima de lo que nos parecía bien. En cada ocasión, debíamos expresar ese amor del modo adecuado para el bien de esa persona. 

Nunca el amor faltaba. Nunca el amor desaparecía. Así ningún sentimiento adverso nacía en nosotros contra nadie. Una manera de hacer desaparecer muchos miedos de la vida.

viernes, enero 27

LA MISMA MENTE CON LA MISMA LIBERTAD

Esteban gozaba mucho con el estudio que estaba llevando a cabo. Quería comprobar si los signos del zodiaco y los caracteres asociados a dichos signos eran auténticamente ciertos para cada persona nacida en cualquier lugar de la tierra. Su estudio era fácil. Era profesor de español como segunda lengua para estudiantes extranjeros.

Entre sus alumnos contaba con personas desde la Patagonia hasta Canadá, en el continente americano. Del continente europeo, tenía entre sus estudiantes, personas desde Portugal hasta Ucrania y Rusia. También, desde España a Noruega y Dinamarca. En esa muestra de amplio espectro, iba desarrollando sus entrevistas. 

Se iba quedando sorprendido de que un Aries presentara unas características básicas parecidas, independientemente del lugar de su nacimiento, con todas las diferencias de culturas que tenían. Así iba descubriendo lo mismo con el capricornio, el leo, el libra y todos los demás. Todos los signos presentaban sus detalles específicos. 

Desde el punto de vista del cuerpo, todos eran distintos. Sus colores de piel diferían. Sus rasgos físicos contrastaban. Su altura también cambiaba. Pero, su unidad de carácter iba emergiendo de una forma que se podía hablar de muchos cuerpos, pero solamente de una misma mente. Todos ellos dotados de su elemento esencial en su carácter: su libertad de elección. 

Con esa idea en mente, Esteban comprendía mucho mejor las líneas de ese párrafo: “Si los regalos se han de dar y recibir de verdad, no se pueden dar a través del cuerpo. El cuerpo no puede ofrecer ni aceptar nada; tampoco puede dar o quitar nada”. 

“Sólo la mente puede evaluar, y sólo ella puede decidir lo que quiere recibir y lo que quiere dar. Y cada regalo que ofrece depende de lo que ella misma desea”. 

“La mente engalanará con gran esmero lo que ha elegido como hogar, y lo preparará para que reciba los regalos que ella desea obtener, ofreciéndoselos a aquellos que vengan a dicho hogar, o aquellos que quiere atraer a él. Y allí intercambiará sus regalos, ofreciendo y recibiendo lo que sus mentes hayan juzgado como digno de ellos”. 

La mente, con su hermosa libertad, decidía el tipo de hogar que deseaba construir. Esteban había quedado en su despacho con un estudiante de California. Un muchacho totalmente escéptico con esas ideas del zodiaco. Empezaron la conversación. Esteban le fue indicando sus ideas y los puntos básicos de su carácter. 

Al principio había tensión, descreimiento, duda y lejanía. Hacia la mitad de la conversación el muchacho norteamericano no podía ocultar más lo que su corazón le decía, lo que su mente le afirmaba. Su profesor tenía razón. Era así. Creía que solamente lo sabía él. Creía que nadie podría comprenderlo. 

Un profesor de un país lejano al suyo le estaba tocando sus fibras sensibles. Al final, no pudo más. Se abrió con toda la fuerza de su corazón. Compartió el gran peso que llevaba en su interior. Su padre hacía seis meses que había fallecido y no lo había podido superar. Era su secreto. Nadie podía entenderlo. 

Pero, aquella noche, tuvo la oportunidad de compartir ese gran peso. Esteban pudo verificar, una vez más, que la mente era la misma. Los cuerpos eran distintos, pero la mente interior era igual. Un encuentro maravilloso de mentes tuvo lugar. Un momento de comunicación intensa se desarrolló. El muchacho lloró. El muchacho se expresó. El muchacho pudo compartir ese terrible peso dentro de él. 

Todavía el recuerdo vivía en el profesor. Era maravilloso constatar que, por muchas diferencias físicas que nos pudieran separar, una misma mente habitaba en cada persona de este mundo. Eso sí, una mente con la libertad de elección frente a las circunstancias de la vida.

jueves, enero 26

COMPRENDERSE ES PERDONARSE

Santiago, aquella tarde, se había marchado a un lugar situado en una colina próxima a su casa para pasar un rato de tranquilidad sosegada. De vez en cuando, visitaba ese sitio. Era un alto desde donde se divisaba una amplia extensión de terreno salpicado de árboles, carreteras, algún arroyo y hermosas puestas de sol de variadísimos tonos en su ocaso.

Hacia una temperatura agradable. El paseo hasta el lugar era delicioso. Sus ojos se llenaban de los diferentes colores que teñía la naturaleza. Su respirar sereno, su paso regular, iba acercando poco a poco su destino. Su mente jugaba con esa palabra de “perdón” que había adquirido un nuevo sentido en su comprensión. 

Sus ojos vivos denotaban la alegría de su descubrimiento. Se le había colado una nueva visión en ese conocimiento, en su mente, atesorado. El perdón implicaba una comprensión de su error. Y esa comprensión estaba en su mano. Y si esa comprensión estaba en su mano, el perdón estaba en su mano también. 

Santiago unía “perdón” y “comprensión”. Se sorprendió al no unir el perdón con la culpa, con la falta, con el castigo, con la condena. Al inicio, le dejó un poco desubicado. Era normal que ante un error lo inmediato era reconocer, comprender y aceptar, como último paso, el error. Sin comprensión no había lugar a hablar de error. 

Recordaba Santiago una historia que le había marcado mucho en su niñez. Eran dos amigos muy unidos que tenían objetivos comunes y solían jugar y compartir todos sus juegos y todos sus artefactos que había fabricado ellos mismos para compartir. Esa unión conmovió el corazón del principal del lugar. Los llamó y quiso comprobar cuán honda era esa amistad. 

Le propuso lo siguiente a uno de ellos: “Pídeme lo que quieras. Yo te lo daré. A tu amigo, le daré el doble”. Una propuesta que impactó de forma negativa en aquel muchacho. Hasta entonces habían compartido lo mismo los dos. Habían disfrutado los dos. La idea de que el otro tendría el doble lo desequilibró. Le dio toda una noche para pensarlo bien. 

Le despertó animosidad, rabia, descontento. No podía dormirse. Pasó toda la noche despierto. Tenía que encontrar algo para contrarrestar aquella propuesta negativa para él. En las primeras horas de la mañana, encontró la solución. Fue ante el principal del lugar y le dijo su solución: “quiero que me arranquéis un ojo”. 

El principal reconoció que no podía bendecir con sus dones a aquellos muchachos con una aparente amistad. No habían aprendido a amarse, a respetarse, a cuidarse mutuamente. Parecía más bien una contienda de competición entre ellos. 

Santiago veía que el perdón de esa actitud implicaba comprensión. Si no comprendía que el bien del otro era su bien, el perdón no tenía sentido. Era capaz de pedir ser herido para que la herida sobre su amigo fuera el doble. Lo que debía sembrarse en el campo de esa alma confundida era el amor. Y el amor implicaba la felicidad del otro. 

Por ello, entendía bien esas palabras: “Libera a tu hermano aquí, tal como te liberé a ti. Hazle el mismo regalo, y contémplalo sin ninguna clase de condena”. Santiago entendía que todo lo que pensaba sobre su hermano lo pensaba sobre él mismo. Si pensaba en su bien, pensaba en su bien personal. Si pensaba en su daño, pensaba en su daño personal. 

La petición de que le quitaran el ojo implicaba un cambio de actitud. Una actitud que no se podía perdonar si no cambiaba de dirección, de mentalidad y se daba cuenta de su error. Un cambio de actitud que solamente él debía dar. Un cambio de actitud que le borraba su culpa y le daba el perdón y la paz: “comprenderse” era “perdonarse”.

miércoles, enero 25

SABER INTERPRETAR LO DE DENTRO

Pablo estaba leyendo y releyendo aquellas frases que había subrayado de la experiencia de una mujer de 43 años, ingresada en el hospital por una enfermedad delicada. Ella Había estudiado enfermería. Había dado clases de anatomía. Se expresaba con soltura y mostraba interés por los demás. 

Sus conocimientos de enfermera jugaban mucho en su contra. Cuando podía levantarse de la cama, visitaba a los otros enfermos de las habitaciones vecinas. Se interesaba por ellos y después iba a las enfermeras para decirles que fueran a visitarlos porque tenían necesidades diversas. 

Esa actitud enfurecía a las enfermeras. Entendían que se inmiscuía en un terreno que no era el suyo. Era su trabajo y debían ser respetadas. A pesar de los enfrentamientos, la mujer de 43 años, cuando podía levantarse, repetía las visitas y las indicaciones a las enfermeras. Eso provocaba una relación de distancia y de incomodidad muy fuerte con todas las enfermeras. 

La mujer de 43 años pensaba que no era lo mismo ser enfermera que ser paciente. Las enfermeras estaban sanas. Seguían sus protocolos y trataban de atender al paciente lo mejor posible. Pero, cuando eran pacientes, había necesidades que las enfermeras ignoraban. Muchas peticiones que las enfermeras obviaban eran importantes para los pacientes. 

Pablo repasaba las frases subrayadas. “Sí, ya me supongo que ha pasado más de una hora. Las conversaciones pasan deprisa cuando estás interesado”. 

Estar enfermo en un hospital era algo más que ser un cuerpo al que se le administran medicamentos y se le realizan pruebas diagnósticas. En esos momentos delicados se tenía esa necesidad vital de sentirse escuchado. De sentirse importante para alguien. De sentirse atendido por unos ojos comprensivos a su lado. 

En Pablo dejó un recuerdo que no ha podido olvidar, cuando estuvo en el hospital. Una enfermera, mientras le colocaba la vía para la administración de la medicación, se interesó por su dolencia. Le estuvo orientando. Le estuvo escuchando. Algunas ideas salieron de dicha conversación que le hicieron mucho bien a Pablo.

Se sentía identificado con aquella mujer de 43 años con aquella necesidad de comunicar. No se sentía comprendida. “Pero no sé por qué no me visitan. Doy la impresión a los demás de que no los necesito. Y aunque les pida que vuelvan, no parecen creérselo. Creen que tengo alguna fuerza especial o algo así, que me las arreglo mejor sola, que ellas no son importantes. Y yo no soy capaz de suplicárselo”. 

La última frase vibraba en el corazón de Pablo: “Y yo no soy capaz de suplicárselo”. A nadie nos gustaba pedir a los demás aquellas cosas que necesitábamos. Nos caía bien que nos las dieran de forma natural, no obligada, no forzada. Era un regalo para nosotros. Y aquella mujer esperaba esos regalos de forma natural. 

Pablo descubría la verdad del alma humana detrás de todas las apariencias que cada uno de nosotros dábamos. Ahora entendía mucho mejor aquella afirmación que había leído, pero no había comprendido del todo. “toda forma resuelta de dirigirse a los demás, toda exigencia, toda molestia interna que se expresaba, era una forma encubierta de decirnos que nos necesitaba. Era una forma velada de petición de amor”. 

Pablo se quedaba atónito frente a todo lo que descubría de dignidad en el ser humano. Detrás de las cáscaras de las formas, había un fruto, un corazón interno que nos pedía, de forma inadecuada, que lo tuviéramos presente, que lo apreciáramos, que lo amáramos. Era su necesidad vital. 

La interpretación de Pablo siempre se había quedado en las cáscaras de la reacción. Todo su sentido se había quedado en la envoltura. A partir de entonces, iba a desligar la actitud exterior de la necesidad interna. Y, a pesar del rechazo, un alma nos pedía, de forma inadecuada, unas gotas de amor con nuestros gestos, nuestra presencia y con nuestra escucha. Había que estar despiertos.

martes, enero 24

MIRADAS COMPRENSIVAS

Juan siempre había entendido aquella afirmación como algo que estábamos obligados a realizar pero no lo hacíamos. Y, por lo tanto, no recibíamos el premio. Se tenía que superar esa situación con esfuerzo y sacrificio. Era difícil hacerlo. Se tenía que hacer, pero no se entendía ni se comprendía.

“Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen también lo mismo los recaudadores de impuestos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis más que otros? ¿No hacen también lo mismo los gentiles? Por tanto, sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”.

Además, esas líneas hablaban de una idea de perfección que era muy lejana a nosotros. Sin embargo, Juan entendía esos versos de una manera distinta. No era una norma que se debía alcanzar. Era una comprensión que se nos ofrecía. Era un regalo para nuestro corazón. 

Nadie le podía poner puertas al amor. Nadie podía ser excluido de nuestro intercambio y de nuestra consideración. El asunto era que en esa exclusión nos partíamos el corazón nosotros mismos. Nos alejábamos del Creador. Impedíamos tener hermosas sensaciones con esas personas. Y, mucho más, cuando le llamábamos Padre Nuestro, y, ese “Nuestro” se refería a todas las criaturas. 

La idea de perfectos se fundía con la idea de “completos”. La idea de perfectos se revelaba en la idea de “plenitud”. La idea de perfectos se sentía como la “unión” de todos los Hijos del Padre Celestial. Al no excluir somos “completos”, al aceptar a todos somos “plenos”, al sentirnos iguales como Hijos del Padre, estamos “unidos”. 

Esa era la idea del Padre Celestial, y, esa era la idea de la autora que relataba la experiencia del Señor D (Dominante). Era un paciente que planteaba muchos problemas a las enfermeras y al equipo médico. En toda su vida había dirigido su vida familiar y su vida de trabajo, había tomado las decisiones, había dispuesto todas sus cosas según su criterio. 

Tenía una grave enfermedad. Estaba muy delicado. Pero, quería seguir tomando sus propias decisiones. No aceptaba el criterio de los demás. Se molestaba, si su esposa venía en un momento inadecuado. Gritaba a las enfermeras, si entraban a cambiarle las sábanas. La reacción que provocaba era de completo rechazo. 

Trataban de no molestarlo y de tener el menor contacto posible con él. Sin embargo, la doctora, con una carga muy fuerte de humanismo, trataba de hacer ver a las enfermeras y a sus familiares que era una persona que estaba sufriendo terriblemente. Se tenía que hacer algo para aliviarle esas tensiones internas. 

Pusieron una nueva estrategia. Su familia decidió llamarle por teléfono para pedirle la hora más propicia para visitarlo. Las enfermeras le dijeron que les informara cuándo le vendría bien que le cambiaran las sábanas. Le pidieron las horas para realizarle las extracciones de sangre y las inyecciones de medicación. 

El enfermo siempre tomaba las decisiones. Y una cosa muy extraña sucedió. El enfermo les indicó el horario que normalmente tenían las enfermeras para realizar las pruebas y cambiar las sabanas. Un horario parecido a las visitas de su familia. Pero, el enfermo entendía que era él quién decidía. 

Cuando todo el mundo le rechazaba. Cuando todo el mundo trataba de cerrar la puerta de su habitación para no molestar. Cuando la soledad caía sobre aquella persona, una mente ayudadora pensaba en el vacío de aquel hombre, pensaba en la esclavitud de aquella persona. No había aprendido a gozar de la decisión de los demás. 

En esa situación delicada de su enfermedad terminal, esa doctora ayudadora comprendía que esos tipos de pacientes dominadores eran los que estaban más solos. No sólo porque eran difíciles de tratar, sino porque por principio rechazaban y sólo aceptaban cuando era bajo sus condiciones. 

Juan entendía a esa doctora. Lo normal era reaccionar bruscamente frente a las exigencias y a las condiciones que imponían. Sin embargo, esa doctora le hizo ver lo que él no veía: la profunda soledad en la que vivían. Provocaban rechazo y disgusto, y, no obstante, eran los pacientes más desesperados de todos. 

Juan, desde esa comprensión, enviaba a ese tipo de personas toda su paz y su cariño. Y su mirada irradiaba una solemne simpatía por aquellas personas esclavizadas por su genio, por su decisión y por su tiranía. En esa mirada veía la mirada divina. En esa mirada, veía la perfección: a nadie excluía.


lunes, enero 23

NUESTRA LIBERTAD, NUESTRO RESPETO, NUESTRA DIGNIDAD

Lucas jugaba con tres palabras de una forma jovial, tranquila, serena y agradable. Tres palabras de una hermosa influencia positiva. Tres palabras que habían sonado a lo largo de la historia y habían levantado muchas emociones en los corazones de las personas. Tres palabras que valían su peso en oro, pero que no estaba seguro si realmente las entendía, las aplicaba y las vivía: “libertad”, “respeto”, “dignidad”.

Era cierto que la libertad era romper amarras con todo aquello que esclavizaba. El ser humano había nacido para ser “libre”. Pero, era aquí donde Lucas tenía el problema. “¿Dejaba él libertad a las personas en su pensamiento para tomar las decisiones propias suyas?”. Lucas se daba cuenta de que no respetaba esa libertad. 

Dentro de sí se revolvía contra una posición, contra una idea que no consideraba oportuna. Creía que tenía que hacer algo. Debía atacar. Debía ridiculizarla. Debía menospreciarla. A veces lo hacía exteriormente, pero siempre las vivía en su interior. Ahora se daba cuenta de que no daba esa idea de libertad a los demás. 

Se repetía que todo el mundo era libre para elegir según su libertad. Eso implicaba comprender al ser humano. Comprenderlo incluso en sus contradicciones. Era su libertad. Y esa libertad había que tenerla en cuenta. Amputar la libertad de una persona era herirla en lo más profundo de su ser. 

Lucas entendía que no solamente hería a la persona en su pensamiento. También se hería a él mismo. Al quitar la libertad a los demás por no coincidir sus pensamientos con los suyos, él también se quitaba la libertad. En lugar de un bien, estaba sembrando un gran mal tanto para la persona como para sí mismo. 

La segunda palabra irrumpía con fuerza: “respeto”. Era esa cualidad que hacía valorar a los demás por encima de todo. Respetar a una persona era concederle la opción de la libertad. Respetar a una persona era concederle la posibilidad del error. Respetar a una persona era darle esa calidad que la hacía humana y maravillosa. 

Era la lección más decisiva en la vida de una persona. Respetar en los diversos campos de relación de la vida, era respetarse a uno mismo. Lucas se deba cuenta de que conocía esa palabra desde muy pequeño. Pero, no la había aplicado de forma consciente, tranquila, serena y adecuada. Respetar era saber el puesto que cada uno tenía en la vida. 

La tercera palabra se ofrecía para engrandecer a las otras dos: “dignidad”. Lucas veía que toda su vida había caminado hacia la conquista diaria de su dignidad. Ahora se daba cuenta de que esa dignidad ya estaba dentro de él. Y si estaba dentro de él, estaba dentro de todos. 

Y si él se consideraba digno, todos eran realmente dignos. Una nueva visión se abría en su horizonte. La dignidad del ser humano era suprema. Era mucho más que aquella enseñanza que nos decían que debíamos respetar a los mayores. Era respetar a todos y cada uno de los humanos. Era valorar a todos y cada una de las personas. Por ello, podíamos valorarnos a nosotros mismos. 

Era esa cualidad que impedía sentirse minusvalorado porque la dignidad era intrínseca al ser humano. Lucas daba gracias al infinito por poder comprender, desde una óptica auténtica y real, el valor de esas tres palabras en su diario vivir y en su diario pensar. “todo el mundo era libre”, “todo el mundo se merecía el respeto”, “todo el mundo era digno”.

domingo, enero 22

LA MENTE DEBE DEJAR LIBRE AL CORAZÓN

Marcos estaba dándole vueltas a aquel texto que había leído en uno de los posters de la habitación de su hija: “El deseo de la felicidad es un obstáculo para encontrar precisamente la felicidad”. “La felicidad”, se decía a sí mismo, “era algo esquiva y no se dejaba apresar por el pensamiento”. 

Repasaba, en su vida, momentos donde la felicidad le había embargado, le había sorprendido, le había maravillado. Todos ellos habían sido evasivos. Se habían presentado cuando no la estaba esperando. No era posible buscar la felicidad. Era un premio que ocurría en algunos momentos donde la persona no estaba. 

Había tenido una conversación con uno de sus amigos. Había sacado en claro que su amigo tenía una terna de premisas que le había comunicado: “Yo busco la felicidad”, “yo la decido”, “yo la controlo”. Esa actitud le había dejado preocupado por su amigo. En su vida no había ocurrido de esa manera. 

Nadie podía buscar la felicidad porque la felicidad tenía presupuestos que la mente no contenía en ella misma. La felicidad, más que una búsqueda, era una sorpresa. Era totalmente lo contrario. El “yo” no podía buscar la felicidad porque el “yo” desconocía lo propio de la felicidad. 

En ese campo siempre aparecía la felicidad cuando el “yo” había desaparecido. De ahí su presencia sorpresiva. Uno de sus mayores momentos de felicidad ocurrió de manera insospechada y surgió donde no lo esperaba. Mateo se deleitaba recordando ese momento. 

La flecha del amor le traspasó cuando no fue buscando ese amor. Fue buscando un favor para un amigo suyo. La respuesta que recibió dejó marcado en su corazón un latir que no había conocido hasta entonces. ¿Cómo podía buscar el “yo” la felicidad si la desconocía totalmente?

Mateo veía la equivocación de su amigo. La felicidad no se podía buscar. Era más bien estar abierto y dejarse apresar por ella cuando nosotros no estábamos en absoluto pensando en ella. Por ello, veía la segunda afirmación de “yo la decido” como otro error en la misma línea. Nadie podía decidir esos momentos de asombro, de magia, de elevación y de sorpresa. 

A la mente había que sorprenderla. A la mente había que esquivarla. La novedad arrancaba del corazón una experiencia que la mente vivía y se hundía en una situación que no podía evitar sentirse elevada. El corazón tenía sus motivos. La mente no podía entender al corazón. Pero el corazón sí podía llevar a la mente al éxtasis. 

Por lo tanto, la tercera afirmación era un completo error: “yo la controlo”. La mente era totalmente inepta en esos campos. Había momentos donde se quería reproducir un estado mágico de felicidad vivido con anterioridad. La nostalgia llenaba los sentidos, la mente, los recuerdos y los pensamientos. 

Esos pensamientos eran reales. Recordaban ese momento especial. Lo que olvidaban esos pensamientos era que ellos no habían participado en aquel momento. No lo habían facilitado. Se habían visto totalmente envueltos por ese huracán interno de felicidad que era imposible de controlar. 

Su amigo había tenido uno de esos momentos. Quería poder revivirlos. Quería poder evocarlos y sentirlos de nuevo. Su novia y él lo habían dejado. Su amigo quería volver a retomar la relación. Así podría sentir esos momentos de magia que habían volado. Su amigo olvidaba que nunca segundas partes fueron buenas. 

Su amigo olvidaba el factor sorpresa. Su amigo olvidaba que la mente no intervenía. Por ello, su mismo empeño era un obstáculo en contra de la felicidad. Había tomado un camino equivocado. No entendía que su felicidad debía venir por otro camino. No podía forzar a su novia a volver. No podía forzar a su novia a recordar el pasado. 

Mateo recordaba la primera ilusión que tuvo con una chica. Se ilusionó grandemente con ella. Su mente le había descubierto que podrían hacer grandes cosas juntos. Mateo sufría. Sus amigos le decían que la chica no le correspondía. Mateo se frustró por la razón que tenían. Cuando llegó su verdadero amor, entendió lo equivocado que estaba. 

Esa equivocación le hizo sufrir porque la mente era terca y se montaba su vida personal. Pero, la mente, como siempre, era inepta. Su corazón elevaba una plegaria a los cielos agradeciendo que el amor le hubiera tocado en su vida de la debida manera. Todo el sufrimiento anterior sirvió para que despertara y viera la sinrazón de su penar. El amor era un regalo del cielo.

sábado, enero 21

MARAVILLOSA ECUANIMIDAD O EQUILIBRIO

Mateo jugaba con aquella palabra que tenía una pronunciación tan agradable. La había utilizado en algunas ocasiones. No era muy usada en el nivel de conversación entre amigos. Sin embargo, su presencia en sus escritos y en sus opiniones proporcionaban un rango de maravilla y de buen estar.

La palabra “ecuanimidad” se erigía como todo un monumento para comprender los elementos básicos de la vida. Una persona ecuánime se aplicaba a una persona de buen juicio, de buena comprensión, equilibrada y serena. Una persona que sabía muy bien su camino. Dirigía su pensamiento por caminos de rectitud, justicia, comprensión y amor. 

Los sinónimos nos ayudaban a comprender esa palabra mucho mejor: “imparcialidad”, “equidad”, “desapasionamiento”, “equilibrio”, “justicia”, “rectitud”. A todos nos gustaría topar con una persona con esas cualidades en su interior. Y, si eran personas de responsabilidad sobre nosotros, todavía más. 

En nuestro corazón bullían, en ocasiones, muchas energías, ideas confusas y reacciones en caliente que nos quitaban el equilibrio y la paz. Esa falta de equilibrio nos hacía tener una idea diferente de todo lo que sucedía a nuestro alrededor y en nuestra vida. Era como una lente que nos desenfocaba todos los problemas. 

De ahí que, a menudo, era bueno que alguien nos recordara recobrar la paz y la tranquilidad. Decidir, en ese estado, todas las acciones que se debían llevar a cabo. La “ecuanimidad” o “equilibrio” nos daba la visión de encontrar, de forma justa, las soluciones oportunas y adecuadas. 

Mateo recordaba y se repetía aquellas palabras que un amigo le envió en cierto momento de su vida: “Mis sensaciones contigo son maravillosas, gratas y llenas de serenidad. Templas mi carácter y moldeas mis expresiones”. La paz y la “ecuanimidad” o “equilibrio” presidía aquella relación llena de respeto, de paz, de comprensión, de una profunda admiración y de un aprecio inestimable. 

Mateo se daba cuenta de que la falta de “ecuanimidad” o “equilibrio” era la causa de magnificar los errores y los inconvenientes de la vida. Y esos errores engrandecidos se veían como horribles. Lanzaban toda su fuerza contra la persona misma y contra las otras personas. Era un sufrimiento creado por una mente falta de equilibrio. 

Viendo que era una facultad que se adquiría, Mateo siempre trataba de aplicar, a todas las situaciones, esa cualidad de “ecuánime” o “equilibrado”. Le ayudaba mucho. Le hacía sufrir mucho menos. Le ayudaba a encontrar mucho mejor la solución. Entendía, con mayor facilidad, la situación de cada incidencia. Había notado una mejoría en su vida. 

Así cada día, al final de la jornada, en sus momentos de descanso, repasaba las incidencias del día. Y, a todas esas incidencias, le aplicaba la “ecuanimidad” o “equilibrio”. Analizaba si lo había aplicado bien. Analizaba sus extremos. Trataba de situar todo siempre en su justa medida de considerar las dos vertientes de la situación. 

Mateo, desde su corazón, daba gracias al Eterno por darle esa nueva visión de aplicar ese “equilibrio” o “ecuanimidad” en sus pensamientos, en sus opiniones y en sus valoraciones. Era un camino placentero lleno de sabiduría. Recordaba esas notas de su amigo: “Mis sensaciones contigo son maravillosas, gratas y llenas de serenidad. Templas mi carácter y moldeas mis expresiones”. 

Mateo cerraba sus ojos y susurraba: “Bendito “equilibrio” o “ecuanimidad”.

viernes, enero 20

EFLUVIOS DE ENERGÍA, ENTUSIASMO Y UNIÓN

Guille se dejaba llevar por el paisaje que tenía delante. Un cielo azul claro, muy claro; pocas nubes blancas, suavemente deslizando; un sol tenue no muy fuerte, colores bellos difuminados; paz en sus ojos, cristal en su mirada; latido de su corazón, hermosamente latiendo; sentado en su sillón, delante de su ventana abierta y suspirando; melodías deliciosas, sus oídos disfrutando. 

Su mente se dejaba llevar por la música, por la melodía, por la paz y por el aire que alegremente entraba. Aquellas líneas se dibujaban en su alma. Aquellas palabras enraizaban en sus entrañas. Sentía algo nuevo. Le subía desde los pies. Una nueva energía, desconocida, se traslucía y se palpaba. 

Las palabras iban cayendo, una tras otra, en el perfil de su conciencia totalmente serena y preparada. 

Cuando me amas, me recuerdas que soy una joya. Cuando me amas, me recuerdas que me valoras, que me consideras vital en tu vida. Cuando me amas, sacas de mí lo impensable, lo inefable, lo certero, lo grande, lo exquisito. Cuando me amas, toda la energía del mundo pulula por mis pulmones y mis verdades. Cuando me amas, me cambias, me transformas, me elevas, me abres la sonrisa y me das, como regalo, tu vida entera. 

Cuando me amas, me empiezo a ver en la auténtica dimensión. Cuando me amas, me equilibras, me equilibrio. Cuando me amas, me haces sentir todo el fuego que arde en mi interior. Cuando me amas, ya no me haces dudar, ya no dudo de nada, se instala la seguridad. Cuando me amas, siento que el oxígeno es más puro en cada una de mis mañanas. 

Cuando te amo, sé que poseo un tesoro que debo compartir y que no me pertenece solo a mí. Cuando te amo, descubro el poder que vibra en mi interior con matices encarnados de auténtica pasión. Cuando te amo, me siento pleno como nunca lo había experimentado, como nunca había descubierto en otros caminos, por mí, equivocados. Cuando te amo, descubro los nuevos matices del arco iris del amor, del arco iris de la belleza, de la armonía y del candor. 

Cuando te amo, me comprendo como nunca había pensado, como nunca había imaginado, como nunca me había completado. Cuando aceptas mi amor, te doy gracias por tu regalo. Nunca el detalle precioso de tu aceptación, me había hecho sentir lo que siente mi corazón. Cuando te amo, te comprendo en un nivel distinto, diferente, nuevo, con una luz especial que disipa las nubes de la incomprensión. 

Cuando te amo, no puedo dejar de expresar la alegría de la ilusión que nunca acaba, ni acabará: fuego eterno que alumbra nuestra mirada y nuestra claridad. 

Guille dejaba que todo fuera pasando por su mente, por su corazón, por sus pulmones, por su ilusión y por su reflexión. Algo tenía aquello que lo hacía vivir con una solemne maravilla en su diario existir.

jueves, enero 19

HERMOSO Y VITAL JUEGO DEL AMOR

Benito veía una línea de comprensión en sus pensamientos. Había nacido en una familia. Había aprendido en una familia. El amor y los cuidados habían jugado un papel muy importante. Y, de adulto, se había independizado. Esa madurez no implicaba una separación. Era una responsabilidad que adquiría. Pero, sicológicamente se veía unido a una familia. 

Observaba que ningún ser humano había venido solo. Por eso, la soledad no le era natural. La relación entre los miembros de la familia era lo normal, lo efectivo. En esa forma de pensar comprendía mucho mejor las líneas que seguían: “Ten fe en tu hermano, pues la fe, la esperanza y la misericordia son tuyas para que las des”.

Desde su nacimiento, Benito había observado y experimentado esas manos que siempre confiaban en él: su madre y su familia. Había sentido todo el apoyo que recibía de sus padres y de sus hermanos. En momentos difíciles, siempre había tenido un rostro, una presencia, un sentimiento, un apoyo incondicional que confiaban en él por completo. 

Sin duda, todo eso había sido un tesoro maravilloso. Su ser interior se había nutrido de esas demostraciones de amor y de entrega. Se habían desarrollado en su interior. Por ello, entendía esa idea de que: “la fe, la esperanza y la misericordia son tuyas para que las des”. 

Las había recibido. Las había gozado. Las había apreciado. Y, por tanto, se habían despertado en su interior. Al ser pequeño, al ser inconsciente, las había recibido de forma natural. No era un contrato. No era un intercambio. Realmente eran un regalo. Un regalo que, ahora de adulto, apreciaba de una forma tan fuerte que su corazón le latía apresuradamente. 

“¿Cómo podría agradecer tan hermosos regalos?”, se preguntaba interiormente. Sus ojos leían y parecía que le daban la respuesta: “Libera a tu hermano aquí, tal como yo te liberé a ti. Hazle el mismo regalo, y contémplalo sin ninguna clase de condena. Considéralo tan inocente como yo te considero a ti, y pasa por alto las faltas que él cree ver en sí mismo”. 

Benito, de modo consciente, debía desarrollar el mismo amor que había recibido de forma generosa, amplia y amorosa. Esa actitud le había dado a él la vida. Esa actitud le devolvería a él y a su hermano también la vida. “A las manos que dan, se les da el regalo. Contempla a tu hermano, y ve en él el regalo del Padre Celestial que deseas recibir”. 

La luz se encendió en su mente. Comprendió que cuando daba, recibía. En su retina estaba impresa la sonrisa de su madre cuando le transmitía todo su amor y cómo la alegraba un sencillo gesto suyo de alegría. Desde la consciencia, su comprensión le guiaba. 

Compartir con los demás sus gestos liberadores de malentendidos, disgustos, enfrentamientos destapaban una grata energía de paz. Los abrazos restauraban una intensa vida auténtica de equilibrio personal. Ahora sí veía cómo podía participar en ese juego del amor, del apoyo, la confianza, de la seguridad y del esfuerzo en busca del bienestar del otro. 

Se daba cuenta de que formaba parte de una familia universal. Una familia que abarcaba a todas las personas del mundo. Una familia infinita por tener el mismo Padre y tener las mismas teclas en su piano interior. Todas sonaban igual. Todas tenían la posibilidad de expresar la misma melodía al ser acariciadas por la mano del Padre del amor. 

Le encantaba a Benito volver a ser niño en ese juego del amor. Su consciencia actual le hacía valorar, admirar, apreciar, amar y reconocer a todas aquellas personas que, sin preguntarle nada, se lo dieron con toda su bondad y con toda su libertad. Ellos le enseñaron. Y, ahora, él quería, por responsabilidad, incorporarse a ese nivel donde entendía esa frase tan hermosa: 

“ten fe en tu hermano, pues la fe, la esperanza y la misericordia son tuyas para que las des”.

miércoles, enero 18

EXPRESIONES DE ENERGÍA Y VERDAD

Samuel disfrutaba con aquella frase que había escuchado. Una persona muy querida le había compartido un tema musical. Habían escuchado los dos la temática y la letra. De entre las estrofas, se destacó una en la mente de Samuel. Fue un chorro de luz en su mirada, en su pensamiento y en su interior. No dejó escapar esa frase. Le tocó el alma. 

La frase tenía su miga: “he nacido para quererte”. La repitió en sus adentros. La compartió con la persona. Hicieron un pequeño plan para utilizar esa frase en sus saludos. Era una declaración sencilla de lo que en realidad anida en el corazón humano: “He nacido para quererte”.

Tenía fuerza en diversos niveles. Solamente en el nivel de contacto inicial, al compartir la idea, despertaba admiraciones, sorpresas, alegrías, afirmaciones. Destacó el interés de una persona de querer escribirla de inmediato en un trozo de papel para que esas palabras sencillas no se perdieran en el olvido del tráfago de las palabras, de las actividades, y de las múltiples opciones del día. 

Interés despertado en la comunicación escrita con personas apreciadas, queridas y admiradas. La frase iba despertando toda una serie de hermosos sentimientos y alegrías allá por donde pasaba y posaba su tranquilidad y su natural melodía: “he nacido para quererte”. 

Samuel estaba contento. Era el tipo de frases que le encantaba compartir. La alegría, la admiración, la sorpresa siempre salía. Era una delicia del corazón pronunciarla. Una delicia maravillosa escucharla y recibirla. A pesar de su buena sonoridad y su buena recepción, la frase era mucho más profunda de lo que superficialmente aparecía. 

La primera parte tocaba la idea de nacer: “he nacido”. Tocaba esa parte siempre querida del nacimiento. Toda una fiesta. Toda una alegría. Toda una plenitud en la familia, en la pareja, en la madre, y en ese padre que se sentía en las nubes porque algo hermoso había salido de dos seres, producto de un amor precioso, hermoso y fabuloso. 

La primera parte aportaba una cantidad de alegría y alborozo que todos llevábamos dentro. Todos participábamos de esa explosión de bendición, de realización y de contento. Era una de las alegrías básicas de la vida. La aparición de la vida siempre llenaba de júbilo a todos los allegados, a todos los vecinos, a todos los cercanos. 

La segunda parte: “para quererte” hacía presente, desde una profundidad consciente, la verdadera naturaleza de la vida. Era la verdadera naturaleza de cada uno de nosotros. Si en el nacimiento, aportábamos alegría de una manera presencial, inconsciente. En la etapa de la consciencia entroncábamos con esa esencia de amor que vibraba en el interior. 

La consciencia le confería una belleza sin igual. Era una entrega natural de ese tesoro que todos poseíamos en nuestro corazón. Así, con todo ese bagaje en nuestro interior, podíamos pronunciar con toda consciencia, con toda verdad, y con toda realidad trascendente: “he nacido para quererte”. 

Era clarificar nuestra misión en la vida. Nuestro cometido se resumía en esa frase de una manera tan genial que no sólo sonaba bien, sino que bajaba a las profundidades de la verdad y resaltaba esa maravilla que todos llevamos dentro, dentro de nuestra libertad. 

Y en esa libertad consciente, nos entregábamos con todo encanto y pasión para pronunciar, con nuestros labios, la realidad auténtica de nuestro corazón: “he nacido para quererte”. 

Samuel sentía esa verdad con fortaleza, con ilusión, con esa verdad que vibraba en cada poro de su piel. Y compartía la frase con esa consciencia de que se descubría a sí mismo y a los demás. Todo eso sintetizado en esa frase sin igual: “he nacido para quererte”.

martes, enero 17

UNA CONSTRUCCIÓN DE LIBERTAD Y CONFIANZA

Daniel leía con sumo gusto aquellas palabras. Estaban enmarcadas en una expresión maravillosa. Dos palabras que merecían toda una atención precisa y fabulosa. “el amor necesita de dos cosas: tiene que estar enraizado en la libertad, y tiene que conocer el arte de la confianza”.

La libertad y la confianza eran dos elementos que se tenían que construir entre las personas que deseaban vivir esa experiencia llamada “amor”. Desde joven, Daniel había observado que se aplicaba la palabra “amor” a otros tipos de relaciones. Y, a cualquier unión duradera entre dos persones se le daba la palabra amor, aunque no tuvieran entre ellas ni libertad ni confianza. 

Daniel recordaba en sus padres la falta de esas palabras en su relación. Su madre, temerosa de los varios casos de cáncer de laringe en la familia de su padre, trataba de ayudarlo con no fumar. En muchas ocasiones desconfiaba de su esposo. Y la falta de libertad que experimentaba su esposo por la influencia de su mujer, la suplía con fumar a escondidas. 

Una situación que, de vez en cuando, derivaba en discusiones acaloradas. Muchas veces, pensaba Daniel que era mejor dejar a su padre seguir su camino, según su libertad, que tratar de ser precavido por la muerte de varios de sus familiares por el cáncer de laringe. Eran dos conceptos que no habían solucionado sus padres. 

Dos conceptos que chocaban en el corazón de Daniel. Una experiencia que no deseaba reproducir en su matrimonio. El amor era lo más hermoso del mundo cuando gozaba de esas dos características: la libertad y la confianza. Realmente era un cielo. Una delicia difícil de compartir. Una maravilla para experimentar y vivir. 

Durante cuatro años, Daniel y su novia leían libros para ir formando el ambiente, el tipo de relación entre ellos, la comunicación, la forma de llevar las finanzas, el tipo de educación de sus hijos, los proyectos que emprenderían. Así iban diseñando paso a paso la forma de solucionar sus reveses en la vida y los principios sobre los que sustentarían su amor. 

Daniel, a la distancia, conservaba un recuerdo maravilloso de aquellos años. Todos los principios que fueron aportando y aceptando de mutuo acuerdo, los habían desarrollado y experimentado. Su relación había ganado en frescura, en intensidad, en confianza y en una libertad total. Era algo maravilloso. Daniel podía tener amigas con una relación estupenda sin interferir para nada en su relación de pareja. 

La confianza funcionaba en ambos sentidos. Su esposa también tenía amigos maravillosos, pero la pareja era su base de confianza. El respeto era total. Observaban que era una delicia y no una limitación tener pareja. Los dos se apoyaban con una fuerza estupenda. Las relaciones eran fluidas y la comunicación muy especial y muy cuidada. 

Tenían las directrices claras de no hacerse daño, de cuidar al máximo la relación. Sentían que eran amplios y comprensivos. Eso era su mejor tesoro. Después de muchos años, Daniel sentía que la libertad que gozaba era el motivo principal que le atraía de su pareja. Nunca podría haber desarrollado el amor sin esa libertad. 

Ahora descubría que esa libertad aportada por su pareja, era uno de los elementos que le provocaba la admiración con una profundidad insospechada. Sentía desde el fondo de su ser la gran pareja que le había tocado en la vida. También lo tenía muy claro el elemento de la confianza. Nunca faltó a ese criterio que pusieron siendo novios. 

La confianza los fundió en uno solo. Los dos lo tenían claro, muy claro. No querían reproducir los errores de sus padres. Nunca tuvieron una discusión por tal motivo. Nunca los celos se interpusieron en sus caminos. Nunca la duda les asaltó. La confianza era sagrada. Daniel se la entregó toda. Su esposa se la entregó también. 

Y reconocían esa aportación tan maravillosa de los dos pilares del amor: “el amor necesita de dos cosas: tiene que estar enraizado en la libertad, y tiene que conocer el arte de la confianza”. Habían construido en su etapa de noviazgo, día a día, durante cuatro años, el edificio que cobijó durante su vida su gran amor.

lunes, enero 16

SER DISCÍPULO ES NUESTRO SER NATURAL

David discurría sobre la reunión que había tenido por la mañana. Se había reflexionado sobre temas de una forma superficial, según su opinión. Se decía así mismo que necesitaba otro tipo de personas para profundizar en esos temas. Sin embargo, una voz interior le decía que debía aprender de esas reuniones, de esas personas, de esos planteamientos.

No todo estaba en los planteamientos. Lo importante era escuchar a las personas. David iba viendo otra vertiente que no había visto con anterioridad. Si debía aprender de esas experiencias, debía cambiar su actitud sobre esas personas. Había leído en un libro que no aprendíamos de los demás si no les dábamos la consideración de maestros. 

Esa era la palabra clave para aprender de otros. La vida era amplia, compleja, complicada y, en algunos momentos, misteriosa. Se escapaba del control de nuestra mente y de nuestros planteamientos. Ya era hora de dar esa posibilidad a muchas personas con las que convivíamos y nos saludábamos. Si todos tenían la consideración de maestros, todos nos podían enseñar. 

David admitía que cambiando su consideración podría aprender mucho de ellas. Les dio, en su interior, la consideración de maestros y muchas actitudes nuevas nacieron. Lo primero que aprendió fue “escuchar”. Como alumno escuchaba a las personas de una manera especial. Estaba atento a sus manifestaciones. 

No dejaba que su mente interfiriera, como hacía en las otras ocasiones, con las respuestas y con sus planteamientos. La gente se sentía importante cuando hablaba con él. Se sentía escuchada. Se sentía oída. Se sentía considerada con aquella actitud de atención. Les permitía expresarse y podía conocer de viva voz todas las implicaciones que tenían sus decisiones. 

Aprendió a vibrar con ellas. Aprendió a respetar sus decisiones. Aprendió a valorarlas como personas sensatas y bien orientadas. Eran sus maestros. Era una palabra mágica que se repetía dentro de sí. Era una actitud que desarrollaba en cada momento. Había aprendido a escuchar atentamente a sus maestros. Les llegó a conocer. Les llegó a apreciar. 

La relación cambió significativamente. En algunos momentos, observaba sus contradicciones, sus luchas, sus pesares, sus inconvenientes. No trataba de imponerles su punto de vista ni sus soluciones. Se daba cuenta de que el cambio debía venir desde el interior de la persona. Aprendió el arte de la sugerencia. Aprendió el arte de dejar salir su pensamiento en voz alta. 

Siempre la sutilidad, el respeto, la admiración acompañaban sus palabras. David aprendió que era mucho más importante que las personas vieran sus contradicciones que la sensación de que él tenía la razón. En muchos momentos del pasado, había sido preso de ese concepto. “La razón me avala”, se repetía en muchos momentos. 

Ahora, ante sus maestros, no se trataba de tener la razón. Era oportuno sugerir para que lo razonable se instalara en la otra persona y ella misma cambiara sin presión. Una mano amiga y de apoyo llegaba mucho más hondo que la pura razón. Una actitud abierta de ese tipo le hacía bien a los demás como a sí mismo. 

Muchos temas le aparecían en su mente, en sus charlas, en sus momentos de escucha. Los atesoraba en su corazón y en sus ratos de meditación los estudiaba con mucha atención. David concluía que esa decisión de convertir en maestros a todas las personas que se relacionaban con él, le quitaba esa fuerza interna de ataque, de imponer su criterio, de dejar claro su pensamiento. 

Aceptaba con agrado sus propuestas. Comprendía mejor sus caminos. Y aprendía tanto que observó que ese era el camino de relacionarse con los otros. Todos los demás eran sus maestros.