Lucas jugaba con tres palabras de una forma jovial, tranquila, serena y agradable. Tres palabras de una hermosa influencia positiva. Tres palabras que habían sonado a lo largo de la historia y habían levantado muchas emociones en los corazones de las personas. Tres palabras que valían su peso en oro, pero que no estaba seguro si realmente las entendía, las aplicaba y las vivía: “libertad”, “respeto”, “dignidad”.
Era cierto que la libertad era romper amarras con todo aquello que esclavizaba. El ser humano había nacido para ser “libre”. Pero, era aquí donde Lucas tenía el problema. “¿Dejaba él libertad a las personas en su pensamiento para tomar las decisiones propias suyas?”. Lucas se daba cuenta de que no respetaba esa libertad.
Dentro de sí se revolvía contra una posición, contra una idea que no consideraba oportuna. Creía que tenía que hacer algo. Debía atacar. Debía ridiculizarla. Debía menospreciarla. A veces lo hacía exteriormente, pero siempre las vivía en su interior. Ahora se daba cuenta de que no daba esa idea de libertad a los demás.
Se repetía que todo el mundo era libre para elegir según su libertad. Eso implicaba comprender al ser humano. Comprenderlo incluso en sus contradicciones. Era su libertad. Y esa libertad había que tenerla en cuenta. Amputar la libertad de una persona era herirla en lo más profundo de su ser.
Lucas entendía que no solamente hería a la persona en su pensamiento. También se hería a él mismo. Al quitar la libertad a los demás por no coincidir sus pensamientos con los suyos, él también se quitaba la libertad. En lugar de un bien, estaba sembrando un gran mal tanto para la persona como para sí mismo.
La segunda palabra irrumpía con fuerza: “respeto”. Era esa cualidad que hacía valorar a los demás por encima de todo. Respetar a una persona era concederle la opción de la libertad. Respetar a una persona era concederle la posibilidad del error. Respetar a una persona era darle esa calidad que la hacía humana y maravillosa.
Era la lección más decisiva en la vida de una persona. Respetar en los diversos campos de relación de la vida, era respetarse a uno mismo. Lucas se deba cuenta de que conocía esa palabra desde muy pequeño. Pero, no la había aplicado de forma consciente, tranquila, serena y adecuada. Respetar era saber el puesto que cada uno tenía en la vida.
La tercera palabra se ofrecía para engrandecer a las otras dos: “dignidad”. Lucas veía que toda su vida había caminado hacia la conquista diaria de su dignidad. Ahora se daba cuenta de que esa dignidad ya estaba dentro de él. Y si estaba dentro de él, estaba dentro de todos.
Y si él se consideraba digno, todos eran realmente dignos. Una nueva visión se abría en su horizonte. La dignidad del ser humano era suprema. Era mucho más que aquella enseñanza que nos decían que debíamos respetar a los mayores. Era respetar a todos y cada uno de los humanos. Era valorar a todos y cada una de las personas. Por ello, podíamos valorarnos a nosotros mismos.
Era esa cualidad que impedía sentirse minusvalorado porque la dignidad era intrínseca al ser humano. Lucas daba gracias al infinito por poder comprender, desde una óptica auténtica y real, el valor de esas tres palabras en su diario vivir y en su diario pensar. “todo el mundo era libre”, “todo el mundo se merecía el respeto”, “todo el mundo era digno”.
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