Santiago, aquella tarde, se había marchado a un lugar situado en una colina próxima a su casa para pasar un rato de tranquilidad sosegada. De vez en cuando, visitaba ese sitio. Era un alto desde donde se divisaba una amplia extensión de terreno salpicado de árboles, carreteras, algún arroyo y hermosas puestas de sol de variadísimos tonos en su ocaso.
Hacia una temperatura agradable. El paseo hasta el lugar era delicioso. Sus ojos se llenaban de los diferentes colores que teñía la naturaleza. Su respirar sereno, su paso regular, iba acercando poco a poco su destino. Su mente jugaba con esa palabra de “perdón” que había adquirido un nuevo sentido en su comprensión.
Sus ojos vivos denotaban la alegría de su descubrimiento. Se le había colado una nueva visión en ese conocimiento, en su mente, atesorado. El perdón implicaba una comprensión de su error. Y esa comprensión estaba en su mano. Y si esa comprensión estaba en su mano, el perdón estaba en su mano también.
Santiago unía “perdón” y “comprensión”. Se sorprendió al no unir el perdón con la culpa, con la falta, con el castigo, con la condena. Al inicio, le dejó un poco desubicado. Era normal que ante un error lo inmediato era reconocer, comprender y aceptar, como último paso, el error. Sin comprensión no había lugar a hablar de error.
Recordaba Santiago una historia que le había marcado mucho en su niñez. Eran dos amigos muy unidos que tenían objetivos comunes y solían jugar y compartir todos sus juegos y todos sus artefactos que había fabricado ellos mismos para compartir. Esa unión conmovió el corazón del principal del lugar. Los llamó y quiso comprobar cuán honda era esa amistad.
Le propuso lo siguiente a uno de ellos: “Pídeme lo que quieras. Yo te lo daré. A tu amigo, le daré el doble”. Una propuesta que impactó de forma negativa en aquel muchacho. Hasta entonces habían compartido lo mismo los dos. Habían disfrutado los dos. La idea de que el otro tendría el doble lo desequilibró. Le dio toda una noche para pensarlo bien.
Le despertó animosidad, rabia, descontento. No podía dormirse. Pasó toda la noche despierto. Tenía que encontrar algo para contrarrestar aquella propuesta negativa para él. En las primeras horas de la mañana, encontró la solución. Fue ante el principal del lugar y le dijo su solución: “quiero que me arranquéis un ojo”.
El principal reconoció que no podía bendecir con sus dones a aquellos muchachos con una aparente amistad. No habían aprendido a amarse, a respetarse, a cuidarse mutuamente. Parecía más bien una contienda de competición entre ellos.
Santiago veía que el perdón de esa actitud implicaba comprensión. Si no comprendía que el bien del otro era su bien, el perdón no tenía sentido. Era capaz de pedir ser herido para que la herida sobre su amigo fuera el doble. Lo que debía sembrarse en el campo de esa alma confundida era el amor. Y el amor implicaba la felicidad del otro.
Por ello, entendía bien esas palabras: “Libera a tu hermano aquí, tal como te liberé a ti. Hazle el mismo regalo, y contémplalo sin ninguna clase de condena”. Santiago entendía que todo lo que pensaba sobre su hermano lo pensaba sobre él mismo. Si pensaba en su bien, pensaba en su bien personal. Si pensaba en su daño, pensaba en su daño personal.
La petición de que le quitaran el ojo implicaba un cambio de actitud. Una actitud que no se podía perdonar si no cambiaba de dirección, de mentalidad y se daba cuenta de su error. Un cambio de actitud que solamente él debía dar. Un cambio de actitud que le borraba su culpa y le daba el perdón y la paz: “comprenderse” era “perdonarse”.
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