Juan siempre había entendido aquella afirmación como algo que estábamos obligados a realizar pero no lo hacíamos. Y, por lo tanto, no recibíamos el premio. Se tenía que superar esa situación con esfuerzo y sacrificio. Era difícil hacerlo. Se tenía que hacer, pero no se entendía ni se comprendía.
“Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen también lo mismo los recaudadores de impuestos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis más que otros? ¿No hacen también lo mismo los gentiles? Por tanto, sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”.
Además, esas líneas hablaban de una idea de perfección que era muy lejana a nosotros. Sin embargo, Juan entendía esos versos de una manera distinta. No era una norma que se debía alcanzar. Era una comprensión que se nos ofrecía. Era un regalo para nuestro corazón.
Nadie le podía poner puertas al amor. Nadie podía ser excluido de nuestro intercambio y de nuestra consideración. El asunto era que en esa exclusión nos partíamos el corazón nosotros mismos. Nos alejábamos del Creador. Impedíamos tener hermosas sensaciones con esas personas. Y, mucho más, cuando le llamábamos Padre Nuestro, y, ese “Nuestro” se refería a todas las criaturas.
La idea de perfectos se fundía con la idea de “completos”. La idea de perfectos se revelaba en la idea de “plenitud”. La idea de perfectos se sentía como la “unión” de todos los Hijos del Padre Celestial. Al no excluir somos “completos”, al aceptar a todos somos “plenos”, al sentirnos iguales como Hijos del Padre, estamos “unidos”.
Esa era la idea del Padre Celestial, y, esa era la idea de la autora que relataba la experiencia del Señor D (Dominante). Era un paciente que planteaba muchos problemas a las enfermeras y al equipo médico. En toda su vida había dirigido su vida familiar y su vida de trabajo, había tomado las decisiones, había dispuesto todas sus cosas según su criterio.
Tenía una grave enfermedad. Estaba muy delicado. Pero, quería seguir tomando sus propias decisiones. No aceptaba el criterio de los demás. Se molestaba, si su esposa venía en un momento inadecuado. Gritaba a las enfermeras, si entraban a cambiarle las sábanas. La reacción que provocaba era de completo rechazo.
Trataban de no molestarlo y de tener el menor contacto posible con él. Sin embargo, la doctora, con una carga muy fuerte de humanismo, trataba de hacer ver a las enfermeras y a sus familiares que era una persona que estaba sufriendo terriblemente. Se tenía que hacer algo para aliviarle esas tensiones internas.
Pusieron una nueva estrategia. Su familia decidió llamarle por teléfono para pedirle la hora más propicia para visitarlo. Las enfermeras le dijeron que les informara cuándo le vendría bien que le cambiaran las sábanas. Le pidieron las horas para realizarle las extracciones de sangre y las inyecciones de medicación.
El enfermo siempre tomaba las decisiones. Y una cosa muy extraña sucedió. El enfermo les indicó el horario que normalmente tenían las enfermeras para realizar las pruebas y cambiar las sabanas. Un horario parecido a las visitas de su familia. Pero, el enfermo entendía que era él quién decidía.
Cuando todo el mundo le rechazaba. Cuando todo el mundo trataba de cerrar la puerta de su habitación para no molestar. Cuando la soledad caía sobre aquella persona, una mente ayudadora pensaba en el vacío de aquel hombre, pensaba en la esclavitud de aquella persona. No había aprendido a gozar de la decisión de los demás.
En esa situación delicada de su enfermedad terminal, esa doctora ayudadora comprendía que esos tipos de pacientes dominadores eran los que estaban más solos. No sólo porque eran difíciles de tratar, sino porque por principio rechazaban y sólo aceptaban cuando era bajo sus condiciones.
Juan entendía a esa doctora. Lo normal era reaccionar bruscamente frente a las exigencias y a las condiciones que imponían. Sin embargo, esa doctora le hizo ver lo que él no veía: la profunda soledad en la que vivían. Provocaban rechazo y disgusto, y, no obstante, eran los pacientes más desesperados de todos.
Juan, desde esa comprensión, enviaba a ese tipo de personas toda su paz y su cariño. Y su mirada irradiaba una solemne simpatía por aquellas personas esclavizadas por su genio, por su decisión y por su tiranía. En esa mirada veía la mirada divina. En esa mirada, veía la perfección: a nadie excluía.
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