David discurría sobre la reunión que había tenido por la mañana. Se había reflexionado sobre temas de una forma superficial, según su opinión. Se decía así mismo que necesitaba otro tipo de personas para profundizar en esos temas. Sin embargo, una voz interior le decía que debía aprender de esas reuniones, de esas personas, de esos planteamientos.
No todo estaba en los planteamientos. Lo importante era escuchar a las personas. David iba viendo otra vertiente que no había visto con anterioridad. Si debía aprender de esas experiencias, debía cambiar su actitud sobre esas personas. Había leído en un libro que no aprendíamos de los demás si no les dábamos la consideración de maestros.
Esa era la palabra clave para aprender de otros. La vida era amplia, compleja, complicada y, en algunos momentos, misteriosa. Se escapaba del control de nuestra mente y de nuestros planteamientos. Ya era hora de dar esa posibilidad a muchas personas con las que convivíamos y nos saludábamos. Si todos tenían la consideración de maestros, todos nos podían enseñar.
David admitía que cambiando su consideración podría aprender mucho de ellas. Les dio, en su interior, la consideración de maestros y muchas actitudes nuevas nacieron. Lo primero que aprendió fue “escuchar”. Como alumno escuchaba a las personas de una manera especial. Estaba atento a sus manifestaciones.
No dejaba que su mente interfiriera, como hacía en las otras ocasiones, con las respuestas y con sus planteamientos. La gente se sentía importante cuando hablaba con él. Se sentía escuchada. Se sentía oída. Se sentía considerada con aquella actitud de atención. Les permitía expresarse y podía conocer de viva voz todas las implicaciones que tenían sus decisiones.
Aprendió a vibrar con ellas. Aprendió a respetar sus decisiones. Aprendió a valorarlas como personas sensatas y bien orientadas. Eran sus maestros. Era una palabra mágica que se repetía dentro de sí. Era una actitud que desarrollaba en cada momento. Había aprendido a escuchar atentamente a sus maestros. Les llegó a conocer. Les llegó a apreciar.
La relación cambió significativamente. En algunos momentos, observaba sus contradicciones, sus luchas, sus pesares, sus inconvenientes. No trataba de imponerles su punto de vista ni sus soluciones. Se daba cuenta de que el cambio debía venir desde el interior de la persona. Aprendió el arte de la sugerencia. Aprendió el arte de dejar salir su pensamiento en voz alta.
Siempre la sutilidad, el respeto, la admiración acompañaban sus palabras. David aprendió que era mucho más importante que las personas vieran sus contradicciones que la sensación de que él tenía la razón. En muchos momentos del pasado, había sido preso de ese concepto. “La razón me avala”, se repetía en muchos momentos.
Ahora, ante sus maestros, no se trataba de tener la razón. Era oportuno sugerir para que lo razonable se instalara en la otra persona y ella misma cambiara sin presión. Una mano amiga y de apoyo llegaba mucho más hondo que la pura razón. Una actitud abierta de ese tipo le hacía bien a los demás como a sí mismo.
Muchos temas le aparecían en su mente, en sus charlas, en sus momentos de escucha. Los atesoraba en su corazón y en sus ratos de meditación los estudiaba con mucha atención. David concluía que esa decisión de convertir en maestros a todas las personas que se relacionaban con él, le quitaba esa fuerza interna de ataque, de imponer su criterio, de dejar claro su pensamiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario