Pablo estaba leyendo y releyendo aquellas frases que había subrayado de la experiencia de una mujer de 43 años, ingresada en el hospital por una enfermedad delicada. Ella Había estudiado enfermería. Había dado clases de anatomía. Se expresaba con soltura y mostraba interés por los demás.
Sus conocimientos de enfermera jugaban mucho en su contra. Cuando podía levantarse de la cama, visitaba a los otros enfermos de las habitaciones vecinas. Se interesaba por ellos y después iba a las enfermeras para decirles que fueran a visitarlos porque tenían necesidades diversas.
Esa actitud enfurecía a las enfermeras. Entendían que se inmiscuía en un terreno que no era el suyo. Era su trabajo y debían ser respetadas. A pesar de los enfrentamientos, la mujer de 43 años, cuando podía levantarse, repetía las visitas y las indicaciones a las enfermeras. Eso provocaba una relación de distancia y de incomodidad muy fuerte con todas las enfermeras.
La mujer de 43 años pensaba que no era lo mismo ser enfermera que ser paciente. Las enfermeras estaban sanas. Seguían sus protocolos y trataban de atender al paciente lo mejor posible. Pero, cuando eran pacientes, había necesidades que las enfermeras ignoraban. Muchas peticiones que las enfermeras obviaban eran importantes para los pacientes.
Pablo repasaba las frases subrayadas. “Sí, ya me supongo que ha pasado más de una hora. Las conversaciones pasan deprisa cuando estás interesado”.
Estar enfermo en un hospital era algo más que ser un cuerpo al que se le administran medicamentos y se le realizan pruebas diagnósticas. En esos momentos delicados se tenía esa necesidad vital de sentirse escuchado. De sentirse importante para alguien. De sentirse atendido por unos ojos comprensivos a su lado.
En Pablo dejó un recuerdo que no ha podido olvidar, cuando estuvo en el hospital. Una enfermera, mientras le colocaba la vía para la administración de la medicación, se interesó por su dolencia. Le estuvo orientando. Le estuvo escuchando. Algunas ideas salieron de dicha conversación que le hicieron mucho bien a Pablo.
Se sentía identificado con aquella mujer de 43 años con aquella necesidad de comunicar. No se sentía comprendida. “Pero no sé por qué no me visitan. Doy la impresión a los demás de que no los necesito. Y aunque les pida que vuelvan, no parecen creérselo. Creen que tengo alguna fuerza especial o algo así, que me las arreglo mejor sola, que ellas no son importantes. Y yo no soy capaz de suplicárselo”.
La última frase vibraba en el corazón de Pablo: “Y yo no soy capaz de suplicárselo”. A nadie nos gustaba pedir a los demás aquellas cosas que necesitábamos. Nos caía bien que nos las dieran de forma natural, no obligada, no forzada. Era un regalo para nosotros. Y aquella mujer esperaba esos regalos de forma natural.
Pablo descubría la verdad del alma humana detrás de todas las apariencias que cada uno de nosotros dábamos. Ahora entendía mucho mejor aquella afirmación que había leído, pero no había comprendido del todo. “toda forma resuelta de dirigirse a los demás, toda exigencia, toda molestia interna que se expresaba, era una forma encubierta de decirnos que nos necesitaba. Era una forma velada de petición de amor”.
Pablo se quedaba atónito frente a todo lo que descubría de dignidad en el ser humano. Detrás de las cáscaras de las formas, había un fruto, un corazón interno que nos pedía, de forma inadecuada, que lo tuviéramos presente, que lo apreciáramos, que lo amáramos. Era su necesidad vital.
La interpretación de Pablo siempre se había quedado en las cáscaras de la reacción. Todo su sentido se había quedado en la envoltura. A partir de entonces, iba a desligar la actitud exterior de la necesidad interna. Y, a pesar del rechazo, un alma nos pedía, de forma inadecuada, unas gotas de amor con nuestros gestos, nuestra presencia y con nuestra escucha. Había que estar despiertos.
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