lunes, octubre 31

DESPERTARSE, VER, AMAR, AMARSE

Benjamín estaba, de alguna manera, sobrecogido. Veía el poder que tenían ciertas creencias populares sobre la vida de las personas. ¿Cómo deshacerse de ellas? Desde pequeño andaba la idea por el ambiente, por los círculos sociales y por las reuniones, que las dos premisas de ser “hombre” se centraban en dos acciones: fumar y beber alcohol. Estos dos elementos se grabaron en su alma. No fumaba, no bebía. Iba en dirección contraria. 

En más de una ocasión había tenido que soportar el relativo desprecio de personas que le echaban en cara no seguir esas premisas no escritas en ningún libro, ni dichas por ningún maestro o filósofo pero, en boca de la mayoría de la gente que le rodeaba. Él lo tenía claro. 

Había oído muchos programas de radio narrando la desgracia de muchos hogares por tener un padre alcohólico. Todo el mundo expresaba que podía controlar la cantidad de alcohol que bebía pero, no se controlaban en sus acciones ni en su violencia desatada. En su familia, varios componentes habían pagado con su vida su adicción al tabaco. Además, no creía que las características de un “auténtico hombre” se centraran en los productos que consumía. 

En esa línea estaba más de acuerdo con la idea expresada por un gran maestro: “no es lo que entra en el hombre lo que lo destruye, más bien, es lo que sale del hombre lo que lo destroza”. Esas dos ideas de configurar la figura de un hombre con el consumo del tabaco y del alcohol había salido de una mentalidad errónea. Esa mentalidad mataba. Benjamín veía que debía oponerse a esa mentalidad para buscar las verdaderas cualidades de un “hombre”.

Era todo un gasto de energía y de superación. Sentirse pleno, libre, lleno de alegría y de entusiasmo, no dependía del consumo. Dependía de la mente que te fueras construyendo. En ese camino, Benjamín iba descubriendo otras ideas que, como cultura, caían de los árboles, se absorbían por los poros y tenía que pensarlas y ver la forma de superarlas. 

“¿Es acaso un sacrificio dejar atrás la pequeñez y dejar de deambular en vano?”

“Despertar a la gloria no es un sacrificio”.

“Pero sí es un sacrificio aceptar cualquier cosa que no sea la gloria”. 

“Trata de aprender que no puedes sino ser digno del Príncipe de la Paz, nacido en ti en honor de Aquel de Quien eres el anfitrión”. 

“Desconoces el significado del amor porque has intentado comprarlo con baratijas, valorándolo así demasiado poco como para poder comprender su grandeza”. 

Benjamín veía, en esas propuestas, los auténticos caminos del ser humano. Una invitación para despertar a la gloria. Una gloria que estaba dentro de él. Una dimensión de la que nadie le había hablado. Siempre le habían repetido la poca cosa que era. Casi sin darnos cuenta, seguíamos la línea que nos repetían de continuo. Y si esa línea estaba equivocada la seguíamos como si estuviéramos dormidos. Era lo que había. Pero, las grandes almas trataban de despertarse y no seguir las líneas equivocadas. 

El párrafo del amor lo traspasaba: “Desconoces el significado del amor porque has intentado comprarlo con baratijas, valorándolo así demasiado poco como para poder comprender su grandeza”. Era todo un desafío descubrir el alcance maravilloso del amor por encima de tantas y tantas ideas falsas, raras y torcidas que le llegaban. Algunos lo confundían con placeres sin más. Placeres momentáneos que, pasado su efecto, te dejaban más vacíos que antes. 

En esos pensamientos, Benjamín ahondaba porque veía en ellos la verdad que despertaba a su alma. Ya estaba bien de seguir dormidos. Ya estaba bien de seguir las ideas de la cultura. Ya estaba bien de aceptar sin pensar y reflexionar. La idea de ser una persona auténtica radicaba en los pensamientos y horizontes que albergaba en su alma. 

La luz se hacía clara, intensa, atrayente, preciosa, vibrante y deliciosa. Benjamín notaba las vibraciones en su interior. Esos caminos realmente lo llamaban. No quería dejar de transitar esas sendas llenas de vida y de enorme esperanza.

domingo, octubre 30

LA LIBERTAD DEL AMOR

Alberto tenía muchos pensamientos encontrados, muchos sentimientos opuestos, una confusión en su mente que no lograba ordenarla. Las incidencias le afectaban y lograba más bien reacciones en su interior que no reflexiones tranquilas, pausadas y serenas. Tomar decisiones en el calor del conflicto no eran adecuadas. La paz, más tarde, las descubría con todas sus faltas fruto de la rapidez y del fuego desordenado interior.

Se daba cuenta que su interior desordenado se reflejaba en el exterior. En muchas ocasiones, se había arrepentido de esas decisiones. Ahora, en aquella tarde tranquila, delante de sus libros y con el fondo de una música suave y relajante, necesitaba un poco de orden, un poco de claridad para superar su confusión interna y vislumbrar el camino de salida. Estaba seguro de que, si ponía orden en sus pensamientos, la decisión también sería fruto de ese orden. 

Alberto se repetía que si deseaba un ambiente de orden y serenidad en su exterior debía nacer de un orden y una serenidad interior. Su mente anhelaba la paz. Su corazón, la justicia, la comprensión y el apoyo. Su conciencia, la verdad que todo lo transformaba. Su relación había sufrido un significativo ataque que la había desorganizado. 

Por una parte, quería restablecerla poniendo su buena voluntad y sus mejores deseos. Por otra parte, sentía que algo significativo se había descolgado entre los dos: la confianza. La intimidad de las relaciones acortaba mucho la distancia entre los dos. En esas distancias cercanas se intuían algunas disonancias. Se presentían fantasmas escondidos entre los dos. La discordancia fluía y se hacían patentes las tomas de posición. 

Alberto, en ocasiones, se sentía tentado de controlar, de fiscalizar, de estrechar el cerco sobre la otra persona. Al mismo tiempo, sentía que era una soga para ahogar el amor entre los dos. El amor había nacido libre, espontáneo, sin condicionamientos, sin intervención casi de la mente. Ahora, ante los primeros atisbos de problemas, la mente dejaba de lado al corazón. Y como era natural en ella, quería ejercer su control. Era la función de la mente: analizar, reducir, enfrentarse y desacreditar al otro. 

La función del corazón difería en gran manera. Buscaba la comprensión, la unión, la mano tendida, la ayuda, la paciencia y la libertad. Alberto volvía a repetirse que sin libertad nada valdría la pena. Sin libertad se ahogaban las premisas del amor. 

Las flores del amor eran bellas, pero delicadas. Exhalaban aromas, pero no molestaban. Ofrecían su ternura, pero no exigían ni se ponían rígidas. No utilizaban la palabra pero se comunicaban con la intuición y con sus aromas. No imponían. Se ofrecían a la vista y compartían la flexibilidad de sus pétalos multicolores. La sutilidad de sus tonos variados eran propuestas de amor y de ambientes frágiles, delicados, pero potentes de fuerza interior. 

La sensibilidad debía tomar el control. La mente debía seguir el camino de la libertad, de la gracia, del buen hacer. Sólo en esas condiciones podía revivir el amor y el enamoramiento. Sólo con las ilusiones de ver en los ojos lo mejor y lo más sublime, podía encenderse la llama frágil y sublime del misterio de fusión. La libertad, se repetía Alberto, era la esencia necesaria para poder disfrutar de ese misterio vivido de la transformación. 

¡Hermosa libertad que deja el camino preparado para la sutil expresión de dos almas amantes en ese camino de su personal decisión! Alberto concluía con tranquila serenidad: sin libertad, sin respetar la libertad, no podía haber ningún encuentro de fusión entre los dos.

sábado, octubre 29

EL CAMINO DE LA LIBERTAD Y DEL AMOR

Santi nunca había considerado que él mismo podía aprisionarse o liberarse. Siempre había puesto esas funciones en los demás, en las personas que le rodeaban, en las personas que tenían influencia en su vida. Estaba acostumbrado a buscar culpables de todas sus desdichas. No podía aceptar que esas funciones estaban en su mano. Pensaba que era una contradicción. Ninguna persona quería aprisionarse. 

Sin embargo, veía la lucha que tenía su madre con su padre. Su madre estaba temerosa de que, al igual que algunos de sus hermanos, contrajera la temible enfermedad que se llevaba por delante a las personas: el cáncer. Para evitarlo, le pedía, por favor, que no fumara. Era un hábito perjudicial dados los antecedentes familiares. Lo apoyaba, lo animaba. A pesar de todo, su padre, a escondidas, se fumaba sus largos puros. 

Recordaba una conversación con el médico de la familia. “La gente”, decía, “prefería fumar antes de cuidar su salud. Las personas decidían seguir esclavos del hábito nocivo antes de poner remedio a sus consecuencias”. Santi descubría el poder de los hábitos. Notaba el poder que dominaba a ciertas personas. Las empujaba en direcciones opuestas a la vida. Y algunos, vencidos y postrados, se entregaban diciéndose: “De algo tenemos que morir”. 

Santi se revelaba en su interior. No podía admitir esa claudicación tan llena de falta de sabiduría. También en el interior de las personas había unas fuerzas maravillosas para sacar la alegría, la belleza, el poder, la grandeza y las satisfacciones de la vida. Por ello, la pregunta que leía estaba llena de significado. 

“¿Qué prefieres, ser rehén del ego o anfitrión del Padre?

“Cada decisión que tomas la contesta, y, por lo tanto, le abre las puertas a la tristeza o a la dicha”. 

Santi veía que todo se debatía en su mente. Era fruto de su comprensión. Se quedaba sorprendido de que podía ser anfitrión del Padre. En su mente podía recibir la visita del Padre con sus propuestas, con sus regalos, con su amor y con su infinita comprensión. Todo dependía de que lo invitara, de que aceptara su llamada, de que le abriera la puerta. 

Todo dependía de que no se sintiera autosuficiente, de que no se aislara, de que dejara la nobleza florecer en sus ideas, en su corazón y en sus buenos sentimientos. Todo estaba en su mano con tal de que así lo decidiera. No tenía que hacer sacrificios. Solamente tenía que aceptar el regalo del calor de una mano amiga. 

En algunos momentos se había dicho que hacía lo que le daba la gana. Se sentía feliz con esa frase, con esa actitud. Parecía que le daba poder. Hacía lo que quería. Pero descubría que su padre no hacía lo que quería. Repetía una y otra vez el dichoso hábito que lo tenía esclavizado. Santi no quería caer en esa pendiente nociva y perjudicial en su vida. Se aferraba a esa ilusión de ser anfitrión del Padre. 

Le infundía ilusión, alegría, entusiasmo. Se sentía renacer y vislumbrar un camino totalmente distinto. Veía delante de sí los dos caminos. Y dejar venir al Padre en su mente lo conquistaba, lo atraía, lo liberaba y podía escuchar, en el silencio, los latidos dulces y armónicos de su corazón que jugaba con las hermosas decisiones que escogía.

viernes, octubre 28

UN AUTÉNTICO ACTO DE AMOR

Raúl se sentía contento. Su sonrisa dibujada en sus labios, enmarcada en su cara, era fiel reflejo del latido cariñoso de su corazón. Una especie de serenidad efusiva vibraba en su pecho. Su satisfacción estaba muy alta. Su felicidad completa. Había solucionado un asunto de amor desde una perspectiva diferente y había funcionado a las mil maravillas. ¡Hermosos momentos de la vida!

Raúl se repetía a sí mismo que la felicidad era un ave blanca y pura que describía bellezas en el aire. Estaban llenas de respeto, de admiración, de libertad, de unión, de aceptación y de comprensión siempre de la otra persona. Era un ave rara en los incidentes del día a día. Cuando aparecía cambiaba la visión. Lo mismo de antes se transformaba en fabuloso y maravilloso. Sin lugar a dudas, era uno de los misterios de la vida. 

Una semana antes se habían desarrollado unos incidentes que le habían afectado mucho. El amor decaía y toda esa potencia plena de vibración interna se había vuelto en fuerza frustrada y negativa en su alma. La reacción primera fue cortar. Dejar de seguir esa experiencia. El alma le decía que debía respetar, que debía comprender, que no debía decidir por él mismo. Debía tener en cuenta la libertad, el respeto, la decisión de la otra persona. 

Veía que, sin libertad, el ave de la felicidad no podía volar. Enjaulada, la felicidad desaparecía como la bruma mañanera con el sol. No se podía controlar sin romper su encanto, su grandeza y su misterio. Raúl empezó a plantear el asunto desde esa libertad. Se olvidó de su alma herida. Entendió que era asunto de dos almas. Su postura era conservar la visión del respeto, de la sensibilidad, de la unión de dos personas. 

Desde su alma herida veía que debía atacar, echar en cara, exigir, hablar claro, demostrar el desagradecimiento, mostrarle la herida de su alma. Pero, recordó que todo eso era el asunto del dichoso “ego”. Y pasaba por su mente la determinante ley del ego: “busca el amor pero no lo encuentres”. Así admitió que ese camino le llevaba a perder el amor. La otra persona buscaría también argumentos para contraatacar y herir de igual manera. Una guerra donde el ave de la felicidad no tomaba parte alguna. Desaparecía del cielo describiendo corazones.

Desde su comprensión de la situación de la otra persona, lo entendió, lo comprendió, asumió que algo debía cambiar, pero no lo iba a imponer. Si no salía de una forma espontánea no lo iba a forzar. Le daba toda su libertad. Se la respetaba. En su amor, decidió romper si fuera necesario, pero la libertad era suprema. La conversación diría por donde debían ir los siguientes pasos. Decidió seguir viendo en la otra persona lo mejor de sus capacidades y de sus actitudes hermosas. 

No le zahirió inútilmente. No le exigió nada. Trató de ponerse en su lugar. Planteó una salida sin poner nada en cuestionamiento. Se decía que debían sentirse las dos personas bien. La visión de la unión debía imponerse. No era un enfrentamiento. Era una comprensión. Esos planteamientos calmaron mucho a Raúl, le devolvieron la paz. Le hicieron sentir muy bien. La conversación llegó. 

Con ese planteamiento, la alegría rebosaba por sus poros. Se sentía interiormente satisfecho. El ave de la felicidad volaba en su horizonte. Recordaba que no importaban los incidentes. Lo realmente determinante era la actitud y la forma de resolverlos. Raúl se sentía pleno. La libertad era suprema y aceptaba todas las propuestas. 

Con libertad, con respeto, sin exigencias, sin reproches, la conversación fue transcurriendo por senderos felices. El ave de la felicidad seguía volando. Vio en la otra persona una reflexión profunda y certera. Admitió ciertos detalles. Comprendió la situación. Diseñaron ciertos protocolos de actuación. Se respetaban. Se tenían en cuenta las diversas sensibilidades. 

Aquella conversación se convirtió sin pensarlo en otro magnífico acto de amor. El ave de la felicidad se había cruzado Se había dejado querer por ambas personas. Se daban, los dos, gracias mutuamente, por la libertad alcanzada y la felicidad sentida.

jueves, octubre 27

ELEGIR LA GLORIA DEL SER HUMANO

Fran empezó a leer aquel párrafo y se quedó sorprendido de la radiografía que hacía de la actitud de las personas. Siempre había visto las radiografías de los huesos del cuerpo. Había escuchado las pruebas analíticas en otros muchos campos. Pero, se alegraba de ver escrito el funcionamiento de cada persona en las líneas de aquel libro.

“La pequeñez y la gloria son las únicas alternativas de que dispones para dedicarles todos tus esfuerzos y toda tu vigilancia”. 

“Y siempre elegirás una a expensas de la otra”. 

“Sin embargo, de lo que no te das cuenta cada vez que eliges, es de que tu elección es tu evaluación de ti mismo”. 

“Opta por la pequeñez y no tendrás paz, pues habrás juzgado que eres indigno de ella”. 

“Es esencial que aceptes el hecho – y que lo aceptes gustosamente – de que ninguna clase de pequeñez podrá jamás satisfacerte”. 

“Eres libre de probar cuantas quieras, pero lo único que estarás haciendo es demorar tu retorno al hogar”. 

“Pues sólo en la grandeza, que es tu hogar, podrás sentirte satisfecho”. 

Fran leía, releía, trataba de comprender y de extraer toda la información de aquellas palabras: 

En primer lugar, estaba la obligatoriedad de la elección. No se podían elegir las dos a la vez. Siempre se elegía una a expensas de la otra. Así que no se podía eludir el acto de decidir, el acto de escoger una de las dos. Era una de las grandezas del ser humano. Debía elegir entre estas dos opciones. Era un atributo de su libertad. Una maravilla de su fuero interno. Nadie podía elegir por nosotros. Era nuestra potestad. 

En segundo lugar, la elección estaba en relación directa con la evaluación personal que hacíamos de nosotros mismos. Así, si se escogía la pequeñez, era una forma de decirnos que éramos pequeños. Si se escogía la gloria era una aceptación de que la gloria era parte nuestra. No parecía que la elección era una actuación independiente. La elección se relacionaba con nuestra idea de lo que somos y merecemos. 

En tercer lugar, la aceptación de la pequeñez, - aparentemente más fácil – no satisfacía la sed interna del alma humana. Era un elemento que no formaba parte de los seres humanos. Era bueno tener en mente, en el momento de realizar la elección, lo que realmente llenaba a cada persona. Fran recordaba, durante sus estudios universitarios, que sus compañeros no quisieron hacer el esfuerzo necesario para superar las pruebas. 

Eran un grupo de diez matrimonios. Todos tenían grandes miras y grandes alturas de sueños. Todos empezaron a labrar el camino, a construir aquella casa de sueños piedra a piedra. El tiempo pasaba y las fuerzas declinaban, decaían. El cansancio los invadía y poco a poco, uno tras otro fueron cayendo. 

Solamente Fran y su esposa continuaban ofreciendo el esfuerzo, la dirección, la constancia en aquel sueño de gloria. Alguien les comentó que habían tenido mucha suerte en la vida. Alguien les dijo abiertamente que les envidiaba. Fran pensó que nadie les dijo que les envidiaban por el esfuerzo que habían hecho. Solamente se fijaban en el punto final. 

La pequeñez no llenaba al ser humano. “Pues sólo en la grandeza, que es tu hogar, podrás sentirte satisfecho”. Fran se dejaba llevar por aquellos pensamientos y por aquellas verdades radiografiadas del fondo de las almas.

miércoles, octubre 26

EL AMOR Y EL COMPROMISO NOS ABREN NUESTRA GRANDEZA

José María estaba escribiendo en su papel dos palabras que había leído y estaban juntas: “pequeñez y grandeza”. Estaba un poco sorprendido por lo que decían unas líneas sobre esas dos palabras: “No te contentes con la pequeñez”.

“Pero asegúrate de que entiendes lo que es, así como también la razón por la que jamás podrías sentirte satisfecho con ella”. 

“La pequeñez es la ofrenda que te haces a ti mismo”. 

“La ofreces y la aceptas en lugar de la grandeza”. 

Era una contradicción aparente en la mente de José María. Si a un infante le ofrecías dos globos de distintos tamaños, con toda seguridad elegiría el grande. Desde bien pequeños, nos encantan las cosas grandes. Desde ese punto de vista no había problemas. Los infantes no se contentaban con la pequeñez. Deseaban siempre lo más grande. 

Sin embargo, cuando íbamos creciendo algo ocurría en nuestro interior que prefería escoger la pequeñez. Por ello, la propuesta del escrito se hacía más clara: “Pero asegúrate de que entiendes lo que es, así como también la razón por la que jamás podrías sentirte satisfecho con ella”.

Como profesor, José María veía, en algunas ocasiones, jactarse a los alumnos de sacar bajas notas. Observaba cómo algunos compañeros convencían a sus amigos de no dedicarse al estudio y pasar el tiempo jugando. El juego siempre estaría con ellos. El aprendizaje del estudio que les podría ir abriendo nuevas metas en la vida se dejaba de lado. 

José María se preguntaba por qué ciertos alumnos suyos preferían la pequeñez. Habían decidido no desarrollarse. Habían decidido no hacer el oportuno esfuerzo. Muchos no eran lo suficientemente agradecidos con sus familias y especialmente con sus madres. Ellas siempre tenían la grandeza de atenderlos, de preocuparse por su comida, por su ropa, por sus problemas, por su futuro. 

La pequeñez no estaba diseñada para el ser humano. La pequeñez era una energía negativa contra las fuerzas de la vida. El texto era muy preciso: “La pequeñez es la ofrenda que te haces a ti mismo”. Era una flagrante falta de amor hacia uno mismo. Amarse significaba abrir la puerta del esfuerzo, del entusiasmo, del descubrimiento, de la pasión y del compromiso por uno mismo. 

El ser humano estaba creado para volar, para soñar, para alcanzar desafíos, para llegar a los confines del mundo. No estaba diseñado para olvidarse de sí mismo, para abandonarse, para dejar de creer en sus maravillosas posibilidades. El mismo funcionamiento del cuerpo nos lo decía. La grandeza era nuestra meta. El amor abría todos los caminos. 

José María pensaba en un incidente que había ocurrido en su vecindario. Unos vecinos estaban cambiando una rueda al coche. El padre estaba tratando de apuntalar bien el coche en alto para que le diera la posibilidad poder quitar la rueda tranquilamente. La madre estaba haciendo arreglos por la casa. El padre entró y le dijo que iba a la tienda de repuestos a comprar unos tornillos. 

Unos minutos después, la madre oyó un gran estruendo. Su hijo se había metido debajo del coche y los trozos de troncos que lo mantenían subido habían cedido y el coche se había bajado. Aquella madre, llena de amor por su hijo, llena de preocupación, fue al coche. Lo cogió con sus manos, lo elevó con una fuerza brutal, y pudo sacar a su hijo. 

José María se quedó pensando todo el día. La madre decía y repetía que no sabía de dónde le había venido la fuerza. Era todo un prodigio. El cuerpo, impulsado por el compromiso de amor entre madre e hijo, respondió dando al cuerpo una fuerza descomunal con las hormonas vertidas en su sangre. El ser humano estaba destinado a la grandeza. El niño salió ileso. El amor salió reforzado. El cuerpo de la madre tuvo que guardar reposo para reponerse de aquel esfuerza endiablado. La grandeza se había hecho presente en forma de amor y claridad en la mente. 

Cuando el amor, el compromiso y el objetivo estaba claro, la grandeza nunca faltaba a la cita. Nuestro compromiso con nuestra esencia nos daba la fuerte motivación de seguir la grandeza en nuestra vida.

martes, octubre 25

EL AMOR TRAE CLARIDAD A LA MENTE

Aurelio hacía tiempo que había leído la máxima de la vida: hay que vivir en el presente. En su clase de gramática siempre había enseñado que habían tres tiempos: pasado, presente y futuro. Sin embargo, en la experiencia real solamente vivíamos en el presente. Nuestro cuerpo vivía en el presente. La realización de actividades se desarrollaba en el presente. Un abrazo, estrechar las manos, una caricia, saludar con las manos, sólo existían en el presente.

Comer una buena comida, tener una agradable conversación, deleitarse con una sonrisa, descansar, relajarse, dormir, recuperarse, todo existía únicamente en el presente. Ninguna de esas acciones tenía lugar en otro tiempo. No existía algo así como un beso en el pasado, un abrazo en el futuro. El beso se gozaba lleno de paz y de ternura en el presente. El abrazo se llenaba de significado en el presente. 

El cuerpo siempre vivía en el presente. Pero, he aquí, había una mente en el cuerpo que podía vivir en el pasado, en otra cosa, en otro incidente. Era una paradoja. Se podía dar, con el cuerpo, la mano y, además, se podía, con la mente, estar en otra parte. Todos habíamos tenido esa sensación de unas manos, de un abrazo, de unas palabras dichas por una boca mientras la mente, despistada del momento y de la ocasión, estaba ausente.

Cierto autor descifraba la plenitud del encuentro subrayando que era un gozo encontrarse con alguien teniendo el cuerpo y la mente juntas, ofreciéndose en el encuentro. Así que Aurelio se daba cuenta que realmente el cuerpo vivía el presente. Pero, la mente, esa parte que todo lo dirigía, se esfumaba en otras cosas, en otros tiempos y en el pasado.

La mente se revelaba como una capacidad de recordar muchas cosas, de recordar el pasado, de recordar y recordar. Y aquellas experiencias que no acabaron de aceptarse y comprenderse tenían la capacidad de repetirse, repetirse, repetirse, y repetirse, y repetirse. Y si en el pasado comunicaron sentimientos negativos, desagradables, molestos, nocivos y tóxicos, en el presente, es decir, en la repetición de la mente, reproducían los mismos molestos sentimientos. 

Aurelio se quedaba sorprendido, asombrado, estupefacto. Una mente que era una maravilla, se convertía en una sala de martirio personal. Disfrutaba flagelándose continuamente. Se enardecía recordando, discutiendo y reproduciendo, por enésima vez, la misma leyenda, el mismo dolor, el mismo sinsabor. Parecía que la mente apostaba por seguir repitiendo y no dejar de recordar. 

Así pensaba que hacía mucho bien y que así se vengaba de todas aquellas incidencias que no quedaron resueltas, pero al volver a revivirlas, se le añadían mil contiendas, mil luchas, mil argumentos, mil palabras que se repetían de forma infinita. Así, sin darse cuenta, acabábamos con nuestra vida, con nuestra felicidad, con nuestra serenidad, con nuestra tranquilidad. 

En esa contienda entendía el significado del perdón y de la comprensión del pasado. Para evitar la repetición canallesca de la vida, se buscaba con el perdón y la comprensión del funcionamiento de la mente, centrarse únicamente en los momentos de amor, tanto los recibidos como los dados. Esos momentos de amor del pasado sí que podían conectarse con el momento presente. El amor se revelaba como eterno, como infinito, como amplio, como grandioso. 

Aurelio reconocía que esos momentos de repetición nocivo le afectaban seriamente a él. Aunque el asunto se tratara de otras personas, el problema del pensamiento afectaba a la persona pensante. La mejor manera de amarse era evitar la repetición de esas ideas totalmente tóxicas y tratar de traer, a la memoria, los momentos bellos, gozosos y relajantes. 

El amor, una vez más, ponía las cosas en su sitio. Traía sanidad de mente. Con esa sanidad venía la felicidad, el descanso y la paz. La mente evitaba los pensamientos negativos y se centraba únicamente en la dicha de las experiencias vividas. Todo un descubrimiento estupendo para orientar, de forma consciente, el foco de su mente  en lo eterno de la vida: el amor.

lunes, octubre 24

EL AMOR ROMPE EL BUCLE DEL MIEDO

Juan estaba jugando con dos palabras en su mente como un juego de dados. Hacía tiradas mentales. Los dados tenían solamente dos posibilidades: “condenación” y “salvación”. Empezó a jugar. Pensaba cosas y tiraba los dados. Pensaba en el resultado relacionado con la idea de su jugada. De pronto, una chispa de luz saltó en su mente. La condenación ni la salvación realmente existían.

“La condenación no podría existir”, se repetía a sí mismo. Si realmente se tenía miedo de caer en la condenación, el mismo miedo no nos podía quitar de la condenación. La misma condenación implicaba tener miedo. El miedo no era un antídoto suficiente, una motivación útil para alcanzar la denominada “salvación”. El miedo estaba presente. 

La razón para alcanzar la salvación era jugar con el mismo miedo. Se debería aceptar la salvación para evitar el miedo de la condenación. Otra vez el miedo estaba presente. Juan veía que era un bucle sin salida. Miedo, tras miedo, más miedo y otra vez miedo. Los dados en su cabeza no tenían dos caras: “salvación” y “condenación”. Tenían una sola palabra: “miedo” y “miedo”. 

Juan se quedó estupefacto, afectado. Se preguntaba que eso era el juego al que había estado jugando muchos años de su vida. Aparentemente había dos palabras, pero era solamente una palabra la que había en su vida: “miedo”. Miedo en el camino de la condenación por sentir que hacía cosas mal hechas. Miedo en el camino de la salvación por dejar de hacer cosas mal hechas y no condenarse. 

Miedo en el camino de la superación porque si una vez fallabas, no importaba lo bien que lo hubieras estado haciendo durante todo un tiempo. Todo fallo implicaba condenación. Ya se sabía. No se podía fallar. Y otra vez la palabra condenación y fallo se unían para condenar y sentirse condenado. Otra vez el miedo florecía en su vida. 

Juan se sorprendió sobremanera al identificar por el miedo esas dos palabras. “Condenación” y “salvación” eran los polos del miedo. En un polo te condenabas y en el otro polo te volvías a condenar porque la perfección absoluta no existía. El miedo había tomado el cetro de la vida y del sentimiento profundo del corazón. 

Ninguna de las dos palabras traía paz al corazón. Ninguno de los dos polos atraía la mirada comprensiva de la vida. Juan se preguntaba que debía existir otro camino para la superación del miedo. Siguió jugando a los dados con las dos palabras. Se quedó otra vez alucinado con la siguiente propuesta: si no había condenación, la salvación no tenía necesidad de existir. Si no había salvación, la condenación no tenía lugar.

Sin condenación ni salvación, nos podríamos centrar en el amor. El amor sí que tenía la propiedad de quitarnos el miedo. El amor tenía esa cualidad de unirnos mano a mano, sentimiento a sentimiento, colaboración a colaboración, mirada con mirada. 

El amor nos daba esa libertad interna de aceptarnos a nosotros mismos. Nos permitía admirarnos como criaturas bellas y completas. Nos evitaba desmerecernos. Nos impedía desvalorizarnos. Nos relevaba de sentirnos importantes. El amor nos revelaba lo completo de nuestro ser y de nuestra mirada. 

El amor podía florecer en un mundo claro y diáfano, sin comparaciones, sin limitaciones, sin condenaciones, sin preeminencias de ningún tipo. El amor nos abrazaba y nos comunicaba, al estrecharse nuestros cuerpos, la profundidad del ser y la altura de nuestras palabras de apoyo y de nuestros afectos universales. 

Juan concluía que en sus dados iba a quitar esas dos palabras con las que había jugado en su vida. Ya no habría polarización en sus pensamientos. Borraba esas dos palabras susodichas: “condenación” y “salvación”. Y escribía en cada una de las seis caras del dado una sola opción: “amor”. 

De allí en adelante ya no tendría una polaridad de opciones. Solamente, un solo camino, un solo pensamiento, una única salida a todas las incidencias de su vida. Un único camino que rompía el bucle del miedo. Y ese camino se llamaba “amor”, “amor universal”, “amor que nos completaba”, “amor que nos sacaba nuestra auténtica verdad”, “amor que no veía a nadie diferente en las pupilas de su mirada”.

domingo, octubre 23

ENCONTRAR LA SALIDA

Antonio se había despertado pronto en el día. Su cerebro había activado el mecanismo del fin del descanso. Abrió los ojos. Estaba medio dormido. Entre las penumbras de su consciencia no entendía por qué estaba despierto tan pronto. Pero, al ver sus últimos pensamientos del día, otra vez esa idea que le quitaba la paz rondaba en su mente y le daba vueltas en su cabeza. Era un continuo repetir lo mismo, lo mismo, lo mismo. Fácilmente se le aplicaba esa ley tan maldita: 

“Repite las cosas mil veces, pero no encuentres ninguna respuesta, ninguna solución, ninguna salida”. Antonio se daba cuenta de que era presa de un proceso equivocado. Tenía una mente analítica. En muchas ocasiones, ante una situación, había dado vueltas a las ideas y había encontrado soluciones, nuevas propuestas y detalles que se le habían pasado por alto.

Pero, ahora, ante los hechos consumados, ya no podía cambiar el curso de las cosas. Y su mente, como elemento que se pusiera en marcha, volvía a analizar una y otra vez el asunto, pero ya no podía encontrar ninguna salida. Reconocía fallos, errores, ideas suyas ingenuas. A pesar de todo no podía cambiar el rumbo de la situación. Tenía que aceptarla. 

Entonces empezaba el otro mecanismo de exigencia personal. Se culpaba, se exigía, se atacaba, se hacía sentir así mismo incómodo, molesto. Se desarrollaba la voz de un juez severo que le hería en sus más mínimos detalles. 

Ese juez interno se había impuesto. Estaba a sus anchas. Le había despertado. Le impedía que descansara. Le hurgaba en la herida. Era un acto repetitivo que se metía en un bucle sin ninguna salida. Así Antonio se encontraba un tanto angustiado, un tanto desorientado, un tanto sin paz, un tanto sin tranquilidad. 

En ese momento una idea salió de la cabeza. Una idea que le sorprendió. Le dijo con voz comprensiva: “compréndete”. Esa palabra produjo un corte en el circuito repetitivo. Esa palabra le relajó en sus más mínimas partes de su cuerpo. La serenidad empezó a funcionar. La paz empezó a invadir todos sus músculos y sus pensamientos. La idea se hacía grande: “compréndete y sal de la situación en la que estás sumido y encuentra la salida”. 

La palabra comprensión le llegaba mucho en su vida. Se comprendía y dejaba de repetir ese bucle con esa máxima que era una sinrazón: “Dale vueltas, pero no encuentres ninguna respuesta”. Antonio aceptó la situación. Aceptó sus errores. Aprendió de ellos. Terminó ese ejercicio masoquista de autoinflingirse daño por detalles sin más relevancia. 

Se dio cuenta que se había metido en un atolladero, pero también fue consciente de que podía salir de él. Empezó a comprenderse, a aceptarse, a tratarse con aprecio, a valorarse, a aprender de sus errores, a no dejarse entrampar por las propuestas de la mente, a saber parar ese continuo repetir, a encontrar la salida, y, con ella, la paz. 

Era su descubrimiento del día. Era la tranquilidad adquirida por una palabra muy significativa: “comprenderse”. Había escuchado a otros autores utilizar la palabra “perdonarse”. Sin embargo, la palabra “comprenderse” y conocer su funcionamiento le llegaba más hondo. Comprendía que se hacía daño a sí mismo y dejó de hacérselo porque vio con claridad y comprendió el proceso. 

Era un escalón más en ese caminar de la vida. En ese aprendizaje, cada día era más consciente de esos tics repetitivos de la mente. Había que pararla en muchos momentos. Había que orientarla y darle descanso. Antonio, con esa palabra “comprenderse”, había alcanzado la luz y la paz. No podía dejar de apreciar los hermosos logros que la vida le brindaba.

sábado, octubre 22

EL AUTENTICO AMOR TRANSFORMA

Marcos estaba dándole vueltas a aquella frase que acababa de leer. “Amar es buscar siempre el bien del otro”. Una afirmación sencilla, pero profunda y amplia en su planteamiento. En su mente estaba de acuerdo. Buscar el bien del otro era esencial. Sin embargo, notaba que algo en el interior le presionaba en otro sentido. Estaba claro que si el bien del otro pasaba por el bien nuestro no había ningún problema en cumplir con la afirmación. 

Marcos, en aquellos momentos, tranquilo y sereno, veía que su corazón y sus sentimientos estaban fuertemente implicados en la reflexión. Sus necesidades de amor se mezclaban con sus deseos de amor. Sus necesidades de reconocimiento se ponían en el mismo nivel de reconocer a los demás. Se estaba dando cuenta un tanto de que su amor hacia los otros era un intercambio: “yo te amo, tú me amas”. 

Mientras el intercambio funcionara todo era armonía, todo era un cielo, todo era una función fabulosa de vida conjunta, de logros alcanzados. El día que uno dejara de aportar al intercambio, el amor sufriría enormemente. Marcos se hacía consciente de que el amor era algo así como un intercambio: “Tú me das, yo te doy”. 

El amor se alimentaba de la comida del otr@. El amor no tenía comida propia en nosotros mismos. El amor tenía su asiento en el corazón del otr@. Pensar en el otro era la alegría y la libertad maravillosa. Así todo el cielo parecía maravilloso. Si el otro no funcionaba en la misma dirección, el amor caía y se esfumaba. 

Un rayo de luz entraba en su mente, en su reflexión, en su planteamiento. Si se entendía como una reciprocidad, el amor no tenía vida en sí mismo. Sólo existía en el intercambio. Y esa visión del amor reducía sus posibilidades de una forma infinita: “yo te amo, tú me amas” = Felicidad. “Yo te amo, Tú no me amas” = Infelicidad. 

Esa tarde Marcos veía que el amor era mucho más, muchísimo más que ese intercambio que, en muchas ocasiones, no acababa de solidificarse. Buscar el bien del otro era una afirmación que abarcaba el infinito. La expresión debería sonar algo así: “Te amo tanto que busco realmente tu bien. Y si tu bien no está a mi lado, te amo tanto que te apoyo”. Esa es la dimensión que se estaba abriendo en la mente de Marcos. Esa era la proyección que salía de sus ideas, de sus ojos y de sus sentimientos internos. 

Ese amor amplio evitaba el rencor, el orgullo herido, el corazón partido, la rabia interna que todo lo volvía patas arriba. Evitaba la frustración. Abría la ventana con el oxígeno de la vida. Las heridas se esfumaban como niebla en la mañana por la salida del sol. No dejaba recuerdos de fracaso. Solamente una profunda comprensión de amor ocupaba la belleza del corazón. 

Así el amor se convertía en libertad, en alegría, en naturalidad, en respeto, en admiración. Era difícil, por no decir imposible, que una persona que tratara así desapareciera del corazón de la otra persona. La vida los había unido. Ellos habían tratado de construir una relación. Y, buscando cada uno el bien del otro, con cariño, con paz, con amor y con visión, dejaban que ese mutuo apoyo que nada exigía, anhelara lo mejor de la vida para quien supo hacer nacer maravillas en nuestro corazón. 

Marcos cerraba sus ojos y veía que ese amor era el amor supremo que habitaba en nuestro corazón. Sin embargo, con las ideas de control de exigencia y de presión, se entendía que, si no correspondía al amor compartido, no era digno de nuestro amor. Marcos se preguntaba si lo que ofrecíamos en dichas ocasiones, se podía llamar “amor”. Así terminaba con aquella frase que le suscitó la reflexión: “El amor siempre busca el bien del otro en cualquier situación”.

viernes, octubre 21

MAESTROS DE LA VIDA

Lucas recordaba con mucho aprecio a su primer director de la institución. La enseñanza era un campo de aprendizaje, de sabiduría, de referentes y de vida. El profesor o maestro vivía en el aula y fuera del aula. Nunca dejaba de enseñar en sus palabras, en sus modales, en sus opiniones, en sus sonrisas y en sus miradas preocupadas. Todo un estilo de vida se extendía delante de los educadores que hacían de la transmisión de valores su vida.

El director se incorporó al curso en el segundo trimestre. Procedía de otro hemisferio y las fechas de inicio y terminación de los años escolares no coincidían. Se incorporó su esposa. Ella, como profesora, estuvo en el inicio pero, él lo hizo en enero. Toda una serie de relaciones, de conocidos, de personas del curso se habían desarrollado y el conocimiento de unos y otros estaba parcialmente concluido. 

El nuevo director se sentía como un ave en corral ajeno. No conocía a las personas, a los alumnos, a los componentes de la comunidad y tuvo que iniciar las relaciones con la natural desventaja. Muchas personas deseaban ayudarle. Querían informarle, compartirle la opinión de cada uno de los empleados de la institución y de algunos alumnos. El director se lo agradecía pero, les pedía, por favor, que le dejaran entrar en contacto, poco a poco, con ellos. 

Lucas se sorprendía por esta actitud. La había escuchado de sus labios en una conversación de un grupo. No lo entendía. En cierta ocasión, en una conversación privada, que mantuvo con él, se lo preguntó. Quería saber la razón que había detrás de esa falta de aceptación. Eran personas que trataban de ayudarle. 

La contestación hizo pensar a Lucas mucho. “Sabes, Lucas, si ellos me hablaban de los otros, yo no llegaría a conocer a los otros. Lo máximo que podría conocer sería el sentimiento que tenían hacia los demás. La verdad de cada persona sería difícil descubrirla por mí. Estaría ya predispuesto por las opiniones previas”.

“Cuando tratamos de definir a los demás olvidamos que nos estamos definiendo a nosotros mismos. Nadie puede conocer a nadie. Solamente trata de transmitir el sentimiento que otro le provoca. Pero, eso no implica que la otra persona sea así”. 

“Y nunca olvides, Lucas, que cuando una persona define a otra está dando información sobre ella misma. Cada uno nos proyectamos en los demás. Si captamos prepotencia y orgullo en los demás, es porque hay orgullo y prepotencia en nuestra vida. Si se capta distancia y menosprecio en los otros, es porque hay distancia y menosprecio en nosotros”. 

Lucas se quedó sorprendido. Era una lección magistral de su director en una conversación personal. Lucas le sugirió a su director que si captábamos generosidad, esfuerzo, ilusión, entusiasmo en los demás era porque había esas cualidades en nosotros. La sonrisa y el movimiento afirmativo de sus ojos y su cabeza completaban la propuesta de Lucas. 

Esa noche empezó a entender que no podía tachar con elementos negativos a los demás porque en lugar de dedicarlos a su entorno se estaba definiendo a sí mismo. A partir de entonces, cuando aparecía un término negativo aplicado a alguien, se preguntaba qué tal él con ese término negativo. Sin darse cuenta, en esa conversación privada, Lucas había descubierto el método del espejo. Se reflejaba en cada término que salía de su cabeza y de su boca. 

“Un elemento práctico”, se decía para sí mismo. Era poner los pies en la tierra. Era encontrar el camino de la transformación diaria de sí mismo y de sus estudiantes. Siempre utilizaría términos positivos, animadores y de entusiasmo. Y sí salía algún término negativo, pensaría en él mismo y descubriría qué incidencia se lo había hecho sacar. Trataría de curarla en una conversación personal y privada con él mismo. 

Lucas veía que ese método le iría desarrollando la mente del cielo. Así iría dejando de lado la mente del ego. En cualquier circunstancia el maestro siempre estaba presente. Y en aquella conversación personal con su director, se hizo verdad esa afirmación. Así compartía con sus estudiantes y con sus compañeros que en la vida todos, realmente todos, somos maestros los unos de los otros. Y nunca dejábamos de serlo en ningún momento. 

¡Maravillas de la vida! Lucas se iba construyendo su propio diccionario con todos aquellos términos de apoyo y de cariño que tanto beneficio le habían traído a su vida.

jueves, octubre 20

MIRADAS DE BELLEZA Y AMOR

Sergio continuaba bebiendo de ese párrafo que llegaba a su vida cargado de buenas nuevas y alegrías. Era una manera de empezar a ver las cosas de nuevo. El proceso era sencillo. Las imágenes que habían llegado a sus retinas tomaban la dirección de clasificación de sus pensamientos. El potente cerebro las identificaba, las dirigía a sus respectivas cajas de la memoria. Algunas de ellas se cargaban de negatividad y de un cierto valor de basura y las almacenaba en su recuerdo.

Se dio cuenta que su forma de ver difería, de forma total, con la forma de ver de un niño. Los ojos de ambos captaban las mismas siluetas, las mismas luces, las mismas impresiones en su retina. Sin embargo, a partir de las sensaciones físicas, al entrar la clasificación de los pensamientos, una diferencia abismal ocurría entre ambas mentes. Los pensamientos puros e inocentes del niño le daban una dirección. Los pensamientos complejos, elaborados y desconfiados del adulto le daban una visión muy distinta. 

Sergio veía que en esa nueva forma de ver se centraban aquellas líneas que leía: “El perdón transforma literalmente la visión, y te permite ver el mundo real alzarse por encima del caos y envolverlo dulce y calladamente, eliminando todas las ilusiones que habían tergiversado tu percepción y que la mantenían anclada en el pasado”. 

“La hoja más insignificante se convierte en algo maravilloso, y las briznas de hierba en símbolos de la perfección del Padre”. 

Sergio recordaba su visita al Partenón. Su viaje a Grecia estaba en su memoria visitando los lugares más emblemáticos. Iba con su esposa. Al llegar al frente del templo con su imponente belleza, buscó acomodo en uno de los laterales para sentarse y dejarse influenciar por la potencia de su armonía que le llegaba de una forma directa. 

Había visto fotos como la que se acompaña en este escrito. Conocía el monumento por sus estudios, por las ilustraciones y por la historia. Sin embargo, cuando se vio cara a cara con el edificio, algo especial ocurrió en su interior y le dejó tranquilo, quieto, extasiado y asombrado. Se sintió transportado a una sensación nueva, no leída, no descrita en ningún comentario del monumento.

Sergio, con el tiempo, llegó a comprender qué le había pasado en esa ocasión. Sus ojos habían captado lo mismo que captaban los ojos de un niño. Pero, al no tener en su mente ningún pensamiento sobre el templo [ni bueno, ni malo, ni negativo, ni torcido, ni odioso, ni repugnante], llegó a su corazón una paz que no podía explicar, una belleza que no era una palabra sino una energía que se transmitía entre ellos. Una serenidad le envolvía. 

No había una idea que le desviara a sus sacos de recuerdos esas imágenes enviadas por sus pupilas. Sergio se había encontrado con el monumento limpiamente. No había ninguna interpretación. No había ningún sentimiento previo. No había ningún planteamiento en pro o en contra. Y tuvo la dicha de encontrarse con el monumento sin ninguna neblina en forma de idea que le desviara el contacto. 

Esa sensación seguía vibrando en los músculos y células de su cuerpo. Le pidió a su esposa que le permitiera esa conversación sin palabras con el monumento. Allí estuvo una hora. Una transposición completa se estuvo produciendo. Se encontraba en las alturas. Los entendidos decían que todas las columnas apuntaban a un mismo punto situado en el infinito. Así le conferían la solidez y la armonía. 

Sergio captaba en la misma línea aquellas líneas del texto: “El perdón transforma literalmente la visión, y te permite ver el mundo real alzarse por encima del caos y envolverlo dulce y calladamente, eliminando todas las ilusiones que habían tergiversado tu percepción y que la mantenían anclada en el pasado”.

Y se repetía, basado en su experiencia, esas palabras que parecía, ahora sí, que las entendiera en su natural expresión: “La hoja más insignificante se convierte en algo maravilloso, y las briznas de hierba en símbolos de la perfección del Padre”. Una mirada limpia lo transportaba a unos confines inmensos.

miércoles, octubre 19

BELLEZAS INSOSPECHADAS DEL CORAZÓN

Sergio estaba atrapado por la magnificencia de aquel párrafo que le envolvía como un haz de luz y descubrimiento, como una lluvia de fulgor y unos sentimientos cálidos de amor. ¡Qué maravilla! Lo leía, lo releía. Se paraba. Se detenía. Pensaba, reflexionaba, recordaba, volaba.

Su pensamiento subía muy rápido por la vertical hacia el cielo. Y allá arriba daba a su cuerpo y a su alma una paz singular que en algunas ocasiones sentía. El párrafo se abría con estos pensamientos: “Cada punto que la razón del Padre toque florecerá con belleza, y lo que parecía feo en la oscuridad de tu falta de razón, se verá transformado de repente en algo hermoso”. 

“Esta belleza brotará para bendecir todo cuanto veas, conforme contemples el mundo con los ojos del perdón”. 

Sergio estaba anonadado. Se daba cuenta, por primera vez, que veía el mundo con los ojos de sus sentimientos. No captaba el mundo solamente a través de sus pupilas. Lo valoraba y lo encomiaba por sus cariños internos. Recordaba un día la insolencia de un imponente día de sol radiante. Acababa de tener una discusión muy fuerte con su pareja. Su dolor emocional era fuerte. Era potente. Se le rompían las conexiones y todo lo veía negro. 

Estaba sorprendido porque el día era luminoso. Un cielo sin nubes le saludaba con toda la intensidad de un azul inmenso. Sin embargo, no captaba su belleza porque en su alma no había belleza, no había bondad, no había paz, no había ese elemento que todo lo calmaba y amaba. En una palabra, no había paz. 

Eso lo hacía reflexionar con esa afirmación que le llegaba a su vida. “Esta belleza brotará para bendecir todo cuanto veas, conforme contemples el mundo con los ojos del perdón”. Sergio entendía que ese perdón era un elemento emocional, sentimental. Era un elemento de su pensamiento. Veía a sus pensamientos negativos unirse con sentimientos inconvenientes y viceversa. Había una reciprocidad entre ellos. 

Comprenderse y amarse a sí mismo, comprenderse y amar a los demás era su asignatura en la carrera de su vida. La palabra “perdón” era como un bálsamo en su vivir diario. Era una palabra que le recordaba que debía ser más justo consigo mismo. No debía atacarse por sus errores. No debía menospreciarse por sus fallos. No debía desmoronarse por los reveses que le llegaban. 

En momentos la palabra “perdón” se unía a la de comprensión, a la de tratarse con mucha sensibilidad, a la de cuidarse con esmero y con mucho tacto, a la de saber los muchos dones que había en él, a la de agradecimiento, a la del amor cuidadoso del Padre, a la de las manos amigas que se habían ofrecido. 

“El “perdón”, se repetía, no implicaba haber hecho nada malo”. El “perdón” implicaba haber hecho un juicio sobre sí mismo y haberse atacado con una imaginada condenación. Por ello, si dejaba de juzgarse, atacarse, condenarse, el perdón dejaría de tener sentido. Sin juicio, sin ataque, sin condenación, el perdón no tiene lugar en la vida. 

Así la belleza aparecía en el interior de su vida. Y con esa belleza en su alma, podía ver la belleza que el Padre le indicaba: “Cada punto que la razón del Padre toque florecerá con belleza, y lo que parecía feo en la oscuridad de tu falta de razón, se verá transformado de repente en algo hermoso”.

martes, octubre 18

LA MARAVILLA DEL COMPROMISO INTERIOR

Enrique le daba vueltas a la idea de tener coraje y valentía en su vida. Personalmente nunca había lidiado bien con esas palabras. El coraje y la valentía eran más bien conceptos de lucha. En él no existía la lucha como tal. Su experiencia estaba lejos de esos conceptos. Sentía que se había superado mucho en su vida. Sentía que se habían producido cambios muy significativos.

Pero, nunca los había conceptuado como “coraje” y “lucha”. Para Enrique era más bien tener las ideas claras en las mentes. Recordaba uno de esos momentos donde le dio un vuelco a su vida. Su familia nunca había podido darle apoyo económico para ir a la universidad. Así, una vez casado, junto con su esposa hicieron planes de ir a la universidad.

Tenía un trabajo digno, un salario aceptable, una estabilidad económica, una situación familiar buena y había podido comprarse un piso. Sin embargo, algo en su interior le pedía llevar a cabo su ilusión: ser universitario. Su necesidad interna era fuerte. No podía dejar de hacerlo. Miraba su vida. Podía estar contento. Pero, ese vacío interior le horadaba el alma. 

No podía vivir sin realizar esa idea, ese logro, ese objetivo, ese sueño que rondaba su vida, su cabeza, sus pensamientos y los deseos internos del alma. Encontró apoyo en su esposa. Al año y medio de casados, dejaron su hogar, sus amigos, su entorno. Se fueron a la capital. Se fueron a realizar su sueño. Los dos felices hicieron las maletas. La universidad los esperaba. 

La familia intentó mediar, disuadir, desanimar, dejar de lado los sueños. Enrique se quedó prendado por la contestación de su esposa a sus familiares. Lo tenía muy claro. Les dijo que estaba comprometida con esos sueños de su esposo y donde fuera le seguiría. Unas experiencias preciosas que salían de ese vacío de su corazón que necesitaban llenar. 

Enrique y su esposa eran dos jóvenes normales. Tenían sus condicionamientos económicos y sus limitaciones. Pero, el sueño interior era realmente grande. De ahí salía una energía potente, fuerte, maravillosa, fabulosa e interminable. Nunca se plantearon tener coraje ni lucha. El sueño les orientaba en su vida y les dirigía con toda su fuerza. Se dejaban llevar por esos vientos potentes de bondad y dirección que le impedían ir en otro sentido. 

Un sueño grande era capaz de catapultar las energías de la vida. Enrique se quedaba asombrado por los descubrimientos de la neuroplasticidad. Aquel sueño les producía cantidades de dopamina y serotonina capaces de dinamizar y activar todas las áreas del cerebro y de la vida. La ilusión invertida les impedía producir glutamato y cortisol que destruían las raíces la existencia. 

Enrique estaba contento con aquel compromiso interno de superación. Ese proceso les llevó a él y a su esposa a terminar sus estudios universitarios. No fueron valientes, no tuvieron coraje. Fueron siguiendo la luz de esa comprensión interna de vida, de sueño, de ilusión. Empezaron a entender una frase enigmática: “dejad que los muertos entierren a sus muertos”. Se vieron como muertos si no seguían su luz de la vida, su luz de la superación, su luz de la comprensión. 

Y en ese proceso, lleno de alegría, claridad y comprensión, encontraron el entusiasmo y la paz de dos almas orientadas por el fuego del compromiso y la pasión.

lunes, octubre 17

ELEGIMOS LA MENTE DEL EGO O LA MENTE CELESTIAL

Mario estaba realmente sorprendido. Aquella experiencia que estaba viviendo era nueva para él. El director de su institución era una persona especial, gratificante, cuidadosa y con mucho amor en su corazón. Le asombraba que cuando se cruzaba con él siempre tenía una palabra de apoyo, de luz, de comprensión y de interés personal.

Mario comprobaba, en cada ocasión, que sus palabras y sus motivos estaban dirigidos a todas las incidencias que se producían en su diario devenir. Era mucho más que unas palabras agradables y simpáticas. Reflejaban un interés sincero y un conocimiento de su vida personal. 

Era realmente como un padre que tuviera en su mente las incidencias de su vida personal y la de su familia: la vida de su esposa, de su hija pequeña, de sus incidencias con los alumnos y de los proyectos que estaba diseñando. Era encontrarse con él y sentir que su corazón se abría. Siempre una palabra de reconocimiento por algún logro, una palabra de felicitación por una incidencia, una palabra de apoyo por algún revés.

Era la primera vez que sentía la preocupación de un padre en una persona que no era su padre biológico. Su alma lo agradecía. También agradecía que no era algo dedicado personalmente a él. El director atendía a todas las personas por igual. Eso lo gratificaba doblemente. Esa universalidad le llegaba al alma. 

Esa actitud no solamente le ayudaba en su día a día. Mario reconocía que aquella fuerza afectiva le daba alas para aventurarse en muchos proyectos. Eso le hacía sacar los mejores dones de su interior. Y de algunos de ellos se sorprendió. Creía que no lo tenía. Pero esa seguridad que le brindaba su director le animaba y le daba alas. 

Un día le preguntó, en una conversación que tenía, la razón de su amabilidad y de sus palabras siempre animadoras y positivas. Su contestación le impactó y todavía las guardaba en su corazón. “Sabes, Mario”, le decía, “Siempre que utilizo las palabras positivas, amables y auténticas activo mi mente “celestial”. Me da alegría, me proporciona paz y me siento feliz al compartir”. 

“Pero, si utilizo palabras rudas, de menosprecio y de falta de sensibilidad, me hiero yo y hiero a los demás. Entonces activo la mente del ego que indica separación, distancia, lejanía. Tú en tu vida, yo en la mía. Y eso nos hace daño a los dos. Nos debilita como seres humanos”. Mario guardaba esas palabras en su mente, en sus sentimientos, en sus buenos recuerdos y en esa sensación de sentirse querido con tal plenitud. 

La vida era una elección. Podíamos activar la mente del ego que destrozaba y nos destrozaba. Podíamos activar la mente “celestial” que nos construía y construía en la comprensión. Esa lección que le compartió su director todavía resonaba en la mente de Mario con un profundo sentimiento de amor y de aceptación de esa visión de su director. 

Una luz que le llegó en su vida. Una luz que le despertó sus mejores dones. Una luz que nunca dejaba de vibrar en su corazón y que no podía dejar de compartir con todos los que se encontraba en su vida. 

domingo, octubre 16

LOS REPETIDOS CLICHÉS DE NUESTRA VIDA

Pablo se sentía un tanto sorprendido por las definiciones que un amigo suyo se hacía de sí mismo en cada ocasión que hablaban. Prácticamente, todas las definiciones que se hacía de sí mismo eran negativas. Parecía que hasta sonaban bien y quedaban muy al día con esos adjetivos con los que se agraciaba.

Pablo se sorprendió de esa actitud que tenía. Se lo comentó a su amigo. Le indicó la repetición tan poco agraciada que se hacía de sí mismo. Su amigo le dijo que era un cliché de su vida. Desde pequeño se había definido así. Se lo había dicho muchas veces. “Realmente era así”, concluía su amigo. Pablo se quedó pensativo con esta actitud tan admitida por su amigo. 

No era nada fácil conocerse a uno mismo. Pero, la influencia de las palabras en nuestra vida era un hecho. Si nos repetíamos que éramos un fracaso, al final nuestra mente terminaba creyéndoselo. En ese principio se basaba el lenguaje publicitario. Si se quería vender un producto se debía establecer una serie de repeticiones a lo largo del tiempo para que la mente del oyente o espectador lo fuera escuchando. 

Somos influenciables. Y mucho más cuando las palabras que se repetían las decíamos nosotros. El amigo de Pablo se decía que hablaba mucho, que, en ocasiones, hablaba más de la cuenta y que se metía en problemas que no debía meterse. Era sorprendente que se repitiera siempre las mismas palabras, que se repitiera el mismo cliché. Era inconsciente de que ese cliché lo había inventado él mismo. 

Era posible que esa actitud de hablar demasiado lo hiciera en algún momento. Si hubiera pensado, reflexionado, y descubierto su desliz, habría creado otro tipo de cliché: “sé que debo poner fin a mis largas intervenciones; sé que, en algún momento, se debe terminar; sé que hay temas en los que no debo intervenir”. Esa nueva posición le habría orientado en otros caminos. Pero el amigo de Pablo continuaba repitiéndose lo mismo que años atrás. 

Él mismo estaba creando su propia realidad. Y cuando se decía que era un loquito, un confundido, poco agraciado físicamente, muy desordenado y lo aceptaba con toda normalidad porque, según él, era verdad, no era raro verlo, de vez en cuando, desanimado y con ciertos miedos interiores. 

La publicidad estudiaba muy bien las leyes de la mente para influenciarla y sacar provecho de ella. Los seres humanos que no pensábamos en la influencia de la repetición de palabras creyendo que somos independientes, podemos estar continuamente influenciándonos negativamente con nuestros clichés de hacía mucho tiempo. Pablo pensaba que una sensatez en este campo era necesaria en la vida. 

Debido a las leyes de la influencia, Pablo decidía que no saldría ninguna palabra negativa de su boca. No se definiría con ellas a él mismo. No definiría ni la aplicaría a nadie. Reconocerse en las palabras positivas estaba más cerca de la verdad. Palabras de ánimo, de comprensión, de entusiasmo, de alegría, de afectos auténticos y de hermosa empatía. Con ellas construiría ese cielo que tantas almas ansiaban. 

Una palabra de ánimo, en el momento oportuno, era el mejor manjar de la vida.

sábado, octubre 15

LA PASIÓN ABRE LA INTELIGENCIA

Ricardo se había pasado, muchos momentos, a lo largo de su vida, pensando si era una persona lógica o era una persona sentimental. Se preguntaba si predominaba en él la razón o el sentimiento. La creencia general era que la lógica, la mente, la racionalidad era superior al sentimiento. Por ello, se preguntaba qué polaridad predominaba en él. 

Se reconocía como una persona analítica, detallista, objetiva y muy profunda en sus observaciones. También aplicaba dicho proceso a la hora de encontrar las soluciones. Pero, en su interior veía que las ilusiones, el compromiso, la pasión también jugaba su papel.

Ahora, con todos los avances de la neuroplasticidad, se podía afirmar que la inteligencia no era algo fijo, estático. Un elemento que estaba ahí y nada más. La inteligencia era como una ventana. Se podía abrir o cerrar. Y la posibilidad de abrir la ventana de la inteligencia radicaba en el sentimiento, en la pasión, en el compromiso. 

Las personas con pasión, con compromiso, eran capaces de abrir esa ventana. La inteligencia se veía así estimulada para ofrecer todas sus posibilidades. Sin compromiso, la inteligencia se adormecía y no funcionaba con todo su rendimiento. La falta de ilusión y de sueños dejaba a la inteligencia en sus niveles mínimos. 

Ricardo veía los dos elementos “mente / sentimiento”, una vez enfrentados en la cultura dominante, unidos, juntos, relacionados. No se trataba de elegir entre uno u otro. La inteligencia se abría, tal como lo hacía una ventana, con la pasión, el sentimiento, el compromiso y la ilusión. Y concluía: una buena inteligencia se abría con el impulso del sentimiento, de la pasión, del compromiso. 

En ese camino de la pasión y de la ilusión, los sueños alcanzaban su enorme poder en la senda de “ser mejor uno mismo como persona”, “ser mejor para ayudar y compartir con los demás la superación”. Esos tipos de sueños y de pasiones entroncaban con el SER de la persona. En ese SER radicaba la fuerza de la pasión con toda plenitud. 

Los sueños y las pasiones que se dirigían al logro de una mayor popularidad, al prestigio frente a los demás, al dinero, a jactarse de su superioridad frente a los otros, carecían de ese enorme poder. Esos sueños se focalizaban en la mente del ego. Esa mente no tenía poder. Esa mente era especialista en engañarnos a nosotros mismos. 

Ricardo fluía con gratitud por esos hermosos conocimientos. Se repetía a sí mismo: “No permitamos que nadie dude de nuestro potencial, de nuestra capacidad de generar sueños maravillosos. La confianza radica en nosotros mismos. Nadie puede decidir por nosotros. Nadie nos puede menospreciar porque nosotros no lo aceptamos ni lo permitimos”.