Lucas recordaba con mucho aprecio a su primer director de la institución. La enseñanza era un campo de aprendizaje, de sabiduría, de referentes y de vida. El profesor o maestro vivía en el aula y fuera del aula. Nunca dejaba de enseñar en sus palabras, en sus modales, en sus opiniones, en sus sonrisas y en sus miradas preocupadas. Todo un estilo de vida se extendía delante de los educadores que hacían de la transmisión de valores su vida.
El director se incorporó al curso en el segundo trimestre. Procedía de otro hemisferio y las fechas de inicio y terminación de los años escolares no coincidían. Se incorporó su esposa. Ella, como profesora, estuvo en el inicio pero, él lo hizo en enero. Toda una serie de relaciones, de conocidos, de personas del curso se habían desarrollado y el conocimiento de unos y otros estaba parcialmente concluido.
El nuevo director se sentía como un ave en corral ajeno. No conocía a las personas, a los alumnos, a los componentes de la comunidad y tuvo que iniciar las relaciones con la natural desventaja. Muchas personas deseaban ayudarle. Querían informarle, compartirle la opinión de cada uno de los empleados de la institución y de algunos alumnos. El director se lo agradecía pero, les pedía, por favor, que le dejaran entrar en contacto, poco a poco, con ellos.
Lucas se sorprendía por esta actitud. La había escuchado de sus labios en una conversación de un grupo. No lo entendía. En cierta ocasión, en una conversación privada, que mantuvo con él, se lo preguntó. Quería saber la razón que había detrás de esa falta de aceptación. Eran personas que trataban de ayudarle.
La contestación hizo pensar a Lucas mucho. “Sabes, Lucas, si ellos me hablaban de los otros, yo no llegaría a conocer a los otros. Lo máximo que podría conocer sería el sentimiento que tenían hacia los demás. La verdad de cada persona sería difícil descubrirla por mí. Estaría ya predispuesto por las opiniones previas”.
“Cuando tratamos de definir a los demás olvidamos que nos estamos definiendo a nosotros mismos. Nadie puede conocer a nadie. Solamente trata de transmitir el sentimiento que otro le provoca. Pero, eso no implica que la otra persona sea así”.
“Y nunca olvides, Lucas, que cuando una persona define a otra está dando información sobre ella misma. Cada uno nos proyectamos en los demás. Si captamos prepotencia y orgullo en los demás, es porque hay orgullo y prepotencia en nuestra vida. Si se capta distancia y menosprecio en los otros, es porque hay distancia y menosprecio en nosotros”.
Lucas se quedó sorprendido. Era una lección magistral de su director en una conversación personal. Lucas le sugirió a su director que si captábamos generosidad, esfuerzo, ilusión, entusiasmo en los demás era porque había esas cualidades en nosotros. La sonrisa y el movimiento afirmativo de sus ojos y su cabeza completaban la propuesta de Lucas.
Esa noche empezó a entender que no podía tachar con elementos negativos a los demás porque en lugar de dedicarlos a su entorno se estaba definiendo a sí mismo. A partir de entonces, cuando aparecía un término negativo aplicado a alguien, se preguntaba qué tal él con ese término negativo. Sin darse cuenta, en esa conversación privada, Lucas había descubierto el método del espejo. Se reflejaba en cada término que salía de su cabeza y de su boca.
“Un elemento práctico”, se decía para sí mismo. Era poner los pies en la tierra. Era encontrar el camino de la transformación diaria de sí mismo y de sus estudiantes. Siempre utilizaría términos positivos, animadores y de entusiasmo. Y sí salía algún término negativo, pensaría en él mismo y descubriría qué incidencia se lo había hecho sacar. Trataría de curarla en una conversación personal y privada con él mismo.
Lucas veía que ese método le iría desarrollando la mente del cielo. Así iría dejando de lado la mente del ego. En cualquier circunstancia el maestro siempre estaba presente. Y en aquella conversación personal con su director, se hizo verdad esa afirmación. Así compartía con sus estudiantes y con sus compañeros que en la vida todos, realmente todos, somos maestros los unos de los otros. Y nunca dejábamos de serlo en ningún momento.
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