domingo, octubre 30

LA LIBERTAD DEL AMOR

Alberto tenía muchos pensamientos encontrados, muchos sentimientos opuestos, una confusión en su mente que no lograba ordenarla. Las incidencias le afectaban y lograba más bien reacciones en su interior que no reflexiones tranquilas, pausadas y serenas. Tomar decisiones en el calor del conflicto no eran adecuadas. La paz, más tarde, las descubría con todas sus faltas fruto de la rapidez y del fuego desordenado interior.

Se daba cuenta que su interior desordenado se reflejaba en el exterior. En muchas ocasiones, se había arrepentido de esas decisiones. Ahora, en aquella tarde tranquila, delante de sus libros y con el fondo de una música suave y relajante, necesitaba un poco de orden, un poco de claridad para superar su confusión interna y vislumbrar el camino de salida. Estaba seguro de que, si ponía orden en sus pensamientos, la decisión también sería fruto de ese orden. 

Alberto se repetía que si deseaba un ambiente de orden y serenidad en su exterior debía nacer de un orden y una serenidad interior. Su mente anhelaba la paz. Su corazón, la justicia, la comprensión y el apoyo. Su conciencia, la verdad que todo lo transformaba. Su relación había sufrido un significativo ataque que la había desorganizado. 

Por una parte, quería restablecerla poniendo su buena voluntad y sus mejores deseos. Por otra parte, sentía que algo significativo se había descolgado entre los dos: la confianza. La intimidad de las relaciones acortaba mucho la distancia entre los dos. En esas distancias cercanas se intuían algunas disonancias. Se presentían fantasmas escondidos entre los dos. La discordancia fluía y se hacían patentes las tomas de posición. 

Alberto, en ocasiones, se sentía tentado de controlar, de fiscalizar, de estrechar el cerco sobre la otra persona. Al mismo tiempo, sentía que era una soga para ahogar el amor entre los dos. El amor había nacido libre, espontáneo, sin condicionamientos, sin intervención casi de la mente. Ahora, ante los primeros atisbos de problemas, la mente dejaba de lado al corazón. Y como era natural en ella, quería ejercer su control. Era la función de la mente: analizar, reducir, enfrentarse y desacreditar al otro. 

La función del corazón difería en gran manera. Buscaba la comprensión, la unión, la mano tendida, la ayuda, la paciencia y la libertad. Alberto volvía a repetirse que sin libertad nada valdría la pena. Sin libertad se ahogaban las premisas del amor. 

Las flores del amor eran bellas, pero delicadas. Exhalaban aromas, pero no molestaban. Ofrecían su ternura, pero no exigían ni se ponían rígidas. No utilizaban la palabra pero se comunicaban con la intuición y con sus aromas. No imponían. Se ofrecían a la vista y compartían la flexibilidad de sus pétalos multicolores. La sutilidad de sus tonos variados eran propuestas de amor y de ambientes frágiles, delicados, pero potentes de fuerza interior. 

La sensibilidad debía tomar el control. La mente debía seguir el camino de la libertad, de la gracia, del buen hacer. Sólo en esas condiciones podía revivir el amor y el enamoramiento. Sólo con las ilusiones de ver en los ojos lo mejor y lo más sublime, podía encenderse la llama frágil y sublime del misterio de fusión. La libertad, se repetía Alberto, era la esencia necesaria para poder disfrutar de ese misterio vivido de la transformación. 

¡Hermosa libertad que deja el camino preparado para la sutil expresión de dos almas amantes en ese camino de su personal decisión! Alberto concluía con tranquila serenidad: sin libertad, sin respetar la libertad, no podía haber ningún encuentro de fusión entre los dos.

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