Santi nunca había considerado que él mismo podía aprisionarse o liberarse. Siempre había puesto esas funciones en los demás, en las personas que le rodeaban, en las personas que tenían influencia en su vida. Estaba acostumbrado a buscar culpables de todas sus desdichas. No podía aceptar que esas funciones estaban en su mano. Pensaba que era una contradicción. Ninguna persona quería aprisionarse.
Sin embargo, veía la lucha que tenía su madre con su padre. Su madre estaba temerosa de que, al igual que algunos de sus hermanos, contrajera la temible enfermedad que se llevaba por delante a las personas: el cáncer. Para evitarlo, le pedía, por favor, que no fumara. Era un hábito perjudicial dados los antecedentes familiares. Lo apoyaba, lo animaba. A pesar de todo, su padre, a escondidas, se fumaba sus largos puros.
Recordaba una conversación con el médico de la familia. “La gente”, decía, “prefería fumar antes de cuidar su salud. Las personas decidían seguir esclavos del hábito nocivo antes de poner remedio a sus consecuencias”. Santi descubría el poder de los hábitos. Notaba el poder que dominaba a ciertas personas. Las empujaba en direcciones opuestas a la vida. Y algunos, vencidos y postrados, se entregaban diciéndose: “De algo tenemos que morir”.
Santi se revelaba en su interior. No podía admitir esa claudicación tan llena de falta de sabiduría. También en el interior de las personas había unas fuerzas maravillosas para sacar la alegría, la belleza, el poder, la grandeza y las satisfacciones de la vida. Por ello, la pregunta que leía estaba llena de significado.
“¿Qué prefieres, ser rehén del ego o anfitrión del Padre?
“Cada decisión que tomas la contesta, y, por lo tanto, le abre las puertas a la tristeza o a la dicha”.
Santi veía que todo se debatía en su mente. Era fruto de su comprensión. Se quedaba sorprendido de que podía ser anfitrión del Padre. En su mente podía recibir la visita del Padre con sus propuestas, con sus regalos, con su amor y con su infinita comprensión. Todo dependía de que lo invitara, de que aceptara su llamada, de que le abriera la puerta.
Todo dependía de que no se sintiera autosuficiente, de que no se aislara, de que dejara la nobleza florecer en sus ideas, en su corazón y en sus buenos sentimientos. Todo estaba en su mano con tal de que así lo decidiera. No tenía que hacer sacrificios. Solamente tenía que aceptar el regalo del calor de una mano amiga.
En algunos momentos se había dicho que hacía lo que le daba la gana. Se sentía feliz con esa frase, con esa actitud. Parecía que le daba poder. Hacía lo que quería. Pero descubría que su padre no hacía lo que quería. Repetía una y otra vez el dichoso hábito que lo tenía esclavizado. Santi no quería caer en esa pendiente nociva y perjudicial en su vida. Se aferraba a esa ilusión de ser anfitrión del Padre.
Le infundía ilusión, alegría, entusiasmo. Se sentía renacer y vislumbrar un camino totalmente distinto. Veía delante de sí los dos caminos. Y dejar venir al Padre en su mente lo conquistaba, lo atraía, lo liberaba y podía escuchar, en el silencio, los latidos dulces y armónicos de su corazón que jugaba con las hermosas decisiones que escogía.
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