Raúl se sentía contento. Su sonrisa dibujada en sus labios, enmarcada en su cara, era fiel reflejo del latido cariñoso de su corazón. Una especie de serenidad efusiva vibraba en su pecho. Su satisfacción estaba muy alta. Su felicidad completa. Había solucionado un asunto de amor desde una perspectiva diferente y había funcionado a las mil maravillas. ¡Hermosos momentos de la vida!
Raúl se repetía a sí mismo que la felicidad era un ave blanca y pura que describía bellezas en el aire. Estaban llenas de respeto, de admiración, de libertad, de unión, de aceptación y de comprensión siempre de la otra persona. Era un ave rara en los incidentes del día a día. Cuando aparecía cambiaba la visión. Lo mismo de antes se transformaba en fabuloso y maravilloso. Sin lugar a dudas, era uno de los misterios de la vida.
Una semana antes se habían desarrollado unos incidentes que le habían afectado mucho. El amor decaía y toda esa potencia plena de vibración interna se había vuelto en fuerza frustrada y negativa en su alma. La reacción primera fue cortar. Dejar de seguir esa experiencia. El alma le decía que debía respetar, que debía comprender, que no debía decidir por él mismo. Debía tener en cuenta la libertad, el respeto, la decisión de la otra persona.
Veía que, sin libertad, el ave de la felicidad no podía volar. Enjaulada, la felicidad desaparecía como la bruma mañanera con el sol. No se podía controlar sin romper su encanto, su grandeza y su misterio. Raúl empezó a plantear el asunto desde esa libertad. Se olvidó de su alma herida. Entendió que era asunto de dos almas. Su postura era conservar la visión del respeto, de la sensibilidad, de la unión de dos personas.
Desde su alma herida veía que debía atacar, echar en cara, exigir, hablar claro, demostrar el desagradecimiento, mostrarle la herida de su alma. Pero, recordó que todo eso era el asunto del dichoso “ego”. Y pasaba por su mente la determinante ley del ego: “busca el amor pero no lo encuentres”. Así admitió que ese camino le llevaba a perder el amor. La otra persona buscaría también argumentos para contraatacar y herir de igual manera. Una guerra donde el ave de la felicidad no tomaba parte alguna. Desaparecía del cielo describiendo corazones.
Desde su comprensión de la situación de la otra persona, lo entendió, lo comprendió, asumió que algo debía cambiar, pero no lo iba a imponer. Si no salía de una forma espontánea no lo iba a forzar. Le daba toda su libertad. Se la respetaba. En su amor, decidió romper si fuera necesario, pero la libertad era suprema. La conversación diría por donde debían ir los siguientes pasos. Decidió seguir viendo en la otra persona lo mejor de sus capacidades y de sus actitudes hermosas.
No le zahirió inútilmente. No le exigió nada. Trató de ponerse en su lugar. Planteó una salida sin poner nada en cuestionamiento. Se decía que debían sentirse las dos personas bien. La visión de la unión debía imponerse. No era un enfrentamiento. Era una comprensión. Esos planteamientos calmaron mucho a Raúl, le devolvieron la paz. Le hicieron sentir muy bien. La conversación llegó.
Con ese planteamiento, la alegría rebosaba por sus poros. Se sentía interiormente satisfecho. El ave de la felicidad volaba en su horizonte. Recordaba que no importaban los incidentes. Lo realmente determinante era la actitud y la forma de resolverlos. Raúl se sentía pleno. La libertad era suprema y aceptaba todas las propuestas.
Con libertad, con respeto, sin exigencias, sin reproches, la conversación fue transcurriendo por senderos felices. El ave de la felicidad seguía volando. Vio en la otra persona una reflexión profunda y certera. Admitió ciertos detalles. Comprendió la situación. Diseñaron ciertos protocolos de actuación. Se respetaban. Se tenían en cuenta las diversas sensibilidades.
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