Sergio continuaba bebiendo de ese párrafo que llegaba a su vida cargado de buenas nuevas y alegrías. Era una manera de empezar a ver las cosas de nuevo. El proceso era sencillo. Las imágenes que habían llegado a sus retinas tomaban la dirección de clasificación de sus pensamientos. El potente cerebro las identificaba, las dirigía a sus respectivas cajas de la memoria. Algunas de ellas se cargaban de negatividad y de un cierto valor de basura y las almacenaba en su recuerdo.
Se dio cuenta que su forma de ver difería, de forma total, con la forma de ver de un niño. Los ojos de ambos captaban las mismas siluetas, las mismas luces, las mismas impresiones en su retina. Sin embargo, a partir de las sensaciones físicas, al entrar la clasificación de los pensamientos, una diferencia abismal ocurría entre ambas mentes. Los pensamientos puros e inocentes del niño le daban una dirección. Los pensamientos complejos, elaborados y desconfiados del adulto le daban una visión muy distinta.
Sergio veía que en esa nueva forma de ver se centraban aquellas líneas que leía: “El perdón transforma literalmente la visión, y te permite ver el mundo real alzarse por encima del caos y envolverlo dulce y calladamente, eliminando todas las ilusiones que habían tergiversado tu percepción y que la mantenían anclada en el pasado”.
“La hoja más insignificante se convierte en algo maravilloso, y las briznas de hierba en símbolos de la perfección del Padre”.
Sergio recordaba su visita al Partenón. Su viaje a Grecia estaba en su memoria visitando los lugares más emblemáticos. Iba con su esposa. Al llegar al frente del templo con su imponente belleza, buscó acomodo en uno de los laterales para sentarse y dejarse influenciar por la potencia de su armonía que le llegaba de una forma directa.
Había visto fotos como la que se acompaña en este escrito. Conocía el monumento por sus estudios, por las ilustraciones y por la historia. Sin embargo, cuando se vio cara a cara con el edificio, algo especial ocurrió en su interior y le dejó tranquilo, quieto, extasiado y asombrado. Se sintió transportado a una sensación nueva, no leída, no descrita en ningún comentario del monumento.
Sergio, con el tiempo, llegó a comprender qué le había pasado en esa ocasión. Sus ojos habían captado lo mismo que captaban los ojos de un niño. Pero, al no tener en su mente ningún pensamiento sobre el templo [ni bueno, ni malo, ni negativo, ni torcido, ni odioso, ni repugnante], llegó a su corazón una paz que no podía explicar, una belleza que no era una palabra sino una energía que se transmitía entre ellos. Una serenidad le envolvía.
No había una idea que le desviara a sus sacos de recuerdos esas imágenes enviadas por sus pupilas. Sergio se había encontrado con el monumento limpiamente. No había ninguna interpretación. No había ningún sentimiento previo. No había ningún planteamiento en pro o en contra. Y tuvo la dicha de encontrarse con el monumento sin ninguna neblina en forma de idea que le desviara el contacto.
Esa sensación seguía vibrando en los músculos y células de su cuerpo. Le pidió a su esposa que le permitiera esa conversación sin palabras con el monumento. Allí estuvo una hora. Una transposición completa se estuvo produciendo. Se encontraba en las alturas. Los entendidos decían que todas las columnas apuntaban a un mismo punto situado en el infinito. Así le conferían la solidez y la armonía.
Sergio captaba en la misma línea aquellas líneas del texto: “El perdón transforma literalmente la visión, y te permite ver el mundo real alzarse por encima del caos y envolverlo dulce y calladamente, eliminando todas las ilusiones que habían tergiversado tu percepción y que la mantenían anclada en el pasado”.
Y se repetía, basado en su experiencia, esas palabras que parecía, ahora sí, que las entendiera en su natural expresión: “La hoja más insignificante se convierte en algo maravilloso, y las briznas de hierba en símbolos de la perfección del Padre”. Una mirada limpia lo transportaba a unos confines inmensos.
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