miércoles, octubre 5

PAZ SANADORA

María estaba ante un dilema que le encantaba. Más bien lo veía como una complementariedad, no como un inconveniente. Era una mujer despierta, inteligente. Una mente viva que se enfrentaba con claridad a los problemas, a las dificultades, a todas las adversidades de la vida.

Recordaba sus momentos de diatribas interiores en su mente donde exponía, ante todos sus oponentes, sus argumentos y sus posibles réplicas. Debatía con ellos como si fuera una representación de todo lo que ella pensaba que podría ocurrir. Verdaderos debates montados en su cabeza. Su finalidad era vencerles con todas sus armas mentales y lógicas. 

Ella disfrutaba en sus montajes y con la expresión de sus argumentos. Se sentía vencedora. Ello le reportaba la paz. Una alegría inmensa que la hacía volar por momentos. Tener razón la maravillaba. Era como quedar por encima de los demás. Una sensación superior que la hacía sentir bien, muy bien. 

Reconocía que no todo se daba de la forma que ella lo concebía. Estaba un poco cansada de que la realidad fuera contra sus propios montajes y contra sus propias imaginaciones. Así que, una vez terminada la diatriba en su cabeza, se sentía dividida. Por una parte, contenta, había logrado todo lo que buscaba. Por otra parte, desconcertada ante el debate real y no imaginado. 

María veía que era una necesidad quedar mejor que los demás. Demostrar que su forma de pensar era más certera. Una necesidad de destacar y demostrar su auténtica valía. Sin embargo, comprendía que estaba metida una especie de competición con todos los compañeros y compañeras que la rodeaban. Así se intercambiaban golpes intelectuales e inteligentes que comprometían amistades, confianzas y la paz interior de su vida. 

María debía encontrar otro camino, otro método, otra manera de hacer, otra manera de enfocar su papel en la familia, en el mundo y en el trabajo. Recorría, con interés, las líneas de aquella escritura: “Sólo aquellos que reconocen que no pueden saber nada a menos que los efectos del entendimiento estén con ellos, pueden realmente aprender”. 

No era nada fácil para María aceptar que debía aprender. Sin embargo, debía pasar a través de esa puerta para volverse a inventar, para volverse a recrearse una vez más en la vida. Seguía leyendo: “Para lograrlo tienen que desear la paz, y nada más”. 

“Siempre que crees que sabes, la paz se aleja de ti porque has abandonado al Maestro de la paz”. 

“Siempre que reconoces que no sabes, la paz retorna a ti, pues has invitado al Espíritu Santo a que retorne, al haber abandonado al ego por él”. 

María tenía necesidad de paz. Una paz duradera no basada en la victoria. No basada en la supremacía. No basada en elementos que se revolverían contra ella. Una paz basada en el entendimiento que todo lo incluía. María reconocía que debía entrar por los caminos de la sabiduría. Concebía la paz duradera como el mejor acicate para encontrar sus mejores opciones. 

Concluía que sin paz no valía la pena nada. No se podía disfrutar en el corazón. Compartir sería solo una demostración de poder, pero nunca una sensación de unión que tanto el alma ansiaba. “Siempre que crees que sabes, la paz se aleja de ti porque has abandonado al Maestro de la paz”.

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