Sergio estaba atrapado por la magnificencia de aquel párrafo que le envolvía como un haz de luz y descubrimiento, como una lluvia de fulgor y unos sentimientos cálidos de amor. ¡Qué maravilla! Lo leía, lo releía. Se paraba. Se detenía. Pensaba, reflexionaba, recordaba, volaba.
Su pensamiento subía muy rápido por la vertical hacia el cielo. Y allá arriba daba a su cuerpo y a su alma una paz singular que en algunas ocasiones sentía. El párrafo se abría con estos pensamientos: “Cada punto que la razón del Padre toque florecerá con belleza, y lo que parecía feo en la oscuridad de tu falta de razón, se verá transformado de repente en algo hermoso”.
“Esta belleza brotará para bendecir todo cuanto veas, conforme contemples el mundo con los ojos del perdón”.
Sergio estaba anonadado. Se daba cuenta, por primera vez, que veía el mundo con los ojos de sus sentimientos. No captaba el mundo solamente a través de sus pupilas. Lo valoraba y lo encomiaba por sus cariños internos. Recordaba un día la insolencia de un imponente día de sol radiante. Acababa de tener una discusión muy fuerte con su pareja. Su dolor emocional era fuerte. Era potente. Se le rompían las conexiones y todo lo veía negro.
Estaba sorprendido porque el día era luminoso. Un cielo sin nubes le saludaba con toda la intensidad de un azul inmenso. Sin embargo, no captaba su belleza porque en su alma no había belleza, no había bondad, no había paz, no había ese elemento que todo lo calmaba y amaba. En una palabra, no había paz.
Eso lo hacía reflexionar con esa afirmación que le llegaba a su vida. “Esta belleza brotará para bendecir todo cuanto veas, conforme contemples el mundo con los ojos del perdón”. Sergio entendía que ese perdón era un elemento emocional, sentimental. Era un elemento de su pensamiento. Veía a sus pensamientos negativos unirse con sentimientos inconvenientes y viceversa. Había una reciprocidad entre ellos.
Comprenderse y amarse a sí mismo, comprenderse y amar a los demás era su asignatura en la carrera de su vida. La palabra “perdón” era como un bálsamo en su vivir diario. Era una palabra que le recordaba que debía ser más justo consigo mismo. No debía atacarse por sus errores. No debía menospreciarse por sus fallos. No debía desmoronarse por los reveses que le llegaban.
En momentos la palabra “perdón” se unía a la de comprensión, a la de tratarse con mucha sensibilidad, a la de cuidarse con esmero y con mucho tacto, a la de saber los muchos dones que había en él, a la de agradecimiento, a la del amor cuidadoso del Padre, a la de las manos amigas que se habían ofrecido.
“El “perdón”, se repetía, no implicaba haber hecho nada malo”. El “perdón” implicaba haber hecho un juicio sobre sí mismo y haberse atacado con una imaginada condenación. Por ello, si dejaba de juzgarse, atacarse, condenarse, el perdón dejaría de tener sentido. Sin juicio, sin ataque, sin condenación, el perdón no tiene lugar en la vida.
Así la belleza aparecía en el interior de su vida. Y con esa belleza en su alma, podía ver la belleza que el Padre le indicaba: “Cada punto que la razón del Padre toque florecerá con belleza, y lo que parecía feo en la oscuridad de tu falta de razón, se verá transformado de repente en algo hermoso”.
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