Aurelio hacía tiempo que había leído la máxima de la vida: hay que vivir en el presente. En su clase de gramática siempre había enseñado que habían tres tiempos: pasado, presente y futuro. Sin embargo, en la experiencia real solamente vivíamos en el presente. Nuestro cuerpo vivía en el presente. La realización de actividades se desarrollaba en el presente. Un abrazo, estrechar las manos, una caricia, saludar con las manos, sólo existían en el presente.
Comer una buena comida, tener una agradable conversación, deleitarse con una sonrisa, descansar, relajarse, dormir, recuperarse, todo existía únicamente en el presente. Ninguna de esas acciones tenía lugar en otro tiempo. No existía algo así como un beso en el pasado, un abrazo en el futuro. El beso se gozaba lleno de paz y de ternura en el presente. El abrazo se llenaba de significado en el presente.
El cuerpo siempre vivía en el presente. Pero, he aquí, había una mente en el cuerpo que podía vivir en el pasado, en otra cosa, en otro incidente. Era una paradoja. Se podía dar, con el cuerpo, la mano y, además, se podía, con la mente, estar en otra parte. Todos habíamos tenido esa sensación de unas manos, de un abrazo, de unas palabras dichas por una boca mientras la mente, despistada del momento y de la ocasión, estaba ausente.
Cierto autor descifraba la plenitud del encuentro subrayando que era un gozo encontrarse con alguien teniendo el cuerpo y la mente juntas, ofreciéndose en el encuentro. Así que Aurelio se daba cuenta que realmente el cuerpo vivía el presente. Pero, la mente, esa parte que todo lo dirigía, se esfumaba en otras cosas, en otros tiempos y en el pasado.
La mente se revelaba como una capacidad de recordar muchas cosas, de recordar el pasado, de recordar y recordar. Y aquellas experiencias que no acabaron de aceptarse y comprenderse tenían la capacidad de repetirse, repetirse, repetirse, y repetirse, y repetirse. Y si en el pasado comunicaron sentimientos negativos, desagradables, molestos, nocivos y tóxicos, en el presente, es decir, en la repetición de la mente, reproducían los mismos molestos sentimientos.
Aurelio se quedaba sorprendido, asombrado, estupefacto. Una mente que era una maravilla, se convertía en una sala de martirio personal. Disfrutaba flagelándose continuamente. Se enardecía recordando, discutiendo y reproduciendo, por enésima vez, la misma leyenda, el mismo dolor, el mismo sinsabor. Parecía que la mente apostaba por seguir repitiendo y no dejar de recordar.
Así pensaba que hacía mucho bien y que así se vengaba de todas aquellas incidencias que no quedaron resueltas, pero al volver a revivirlas, se le añadían mil contiendas, mil luchas, mil argumentos, mil palabras que se repetían de forma infinita. Así, sin darse cuenta, acabábamos con nuestra vida, con nuestra felicidad, con nuestra serenidad, con nuestra tranquilidad.
En esa contienda entendía el significado del perdón y de la comprensión del pasado. Para evitar la repetición canallesca de la vida, se buscaba con el perdón y la comprensión del funcionamiento de la mente, centrarse únicamente en los momentos de amor, tanto los recibidos como los dados. Esos momentos de amor del pasado sí que podían conectarse con el momento presente. El amor se revelaba como eterno, como infinito, como amplio, como grandioso.
Aurelio reconocía que esos momentos de repetición nocivo le afectaban seriamente a él. Aunque el asunto se tratara de otras personas, el problema del pensamiento afectaba a la persona pensante. La mejor manera de amarse era evitar la repetición de esas ideas totalmente tóxicas y tratar de traer, a la memoria, los momentos bellos, gozosos y relajantes.
El amor, una vez más, ponía las cosas en su sitio. Traía sanidad de mente. Con esa sanidad venía la felicidad, el descanso y la paz. La mente evitaba los pensamientos negativos y se centraba únicamente en la dicha de las experiencias vividas. Todo un descubrimiento estupendo para orientar, de forma consciente, el foco de su mente en lo eterno de la vida: el amor.
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