Antonio estaba sorprendido. La situación se le había repetido varias veces en su experiencia de profesor. Otro muchacho, preparado, capaz, con mucho talento, repitiendo la célebre frase que le cerraba todas las puertas: no puedo. Antonio sentía la impotencia total por no poder hacer cambiar de parecer a aquel muchacho maravilloso.
No se trataba de convencimiento intelectual. Se lidiaba con cierto tipo de sentimiento que había hecho raíces en la mente del alumno. La razón se desesperaba por encontrar la salida. Antonio sabía muy bien que no era un concepto de razonamiento. Era la creencia profunda en la inutilidad propia. Siempre había escuchado que el ego era la “ilusión”, no la realidad.
En su interior, Antonio había cambiado la palabra “ilusión”, para referirse al ego, por la palabra “falsedad”. Nunca había tenido tan clara la falsedad de los planteamientos. Por una parte, se sentía destrozado racionalmente. No existía ninguna causa que avalara el abandono de estudios. Por otra, se sentía totalmente entregado al profundo respeto que le debía a la persona.
Unos ojos llenos de tristeza, un abrazo cargado de reconocimiento, una presión que decía la comprensión recibida. Unas lágrimas que se escapaban del rostro de Antonio. Eran situaciones que no podía aceptarlas. Siempre les había repetido a sus alumn@s la idea de luchar juntos, de apoyarse unos a otros, de buscar en cada ocasión la salida.
Les animaba a encontrar cada vez la solución. No había inconveniente insuperable. Solamente les decía que había algo con lo que no se podía luchar. Era un poder mayor que el de la trinitroglicerina (TNT). Ese poder se encontraba encerrado en esas dos palabras que destruían todo intento: no puedo. Antonio repetía y se repetía. “Nadie nos cierra las puertas, nadie nos impide el paso, nadie nos dice que somos incapaces, nadie tiene ese poder sobre nosotros”.
Ese poder era sólo nuestro. No pertenecía a nadie. La propia persona cerraba sus propias puertas. La propia persona se hundía en sus raíces desprovista de esperanza. La propia persona se dejaba matar con esas dos palabras: no puedo. El respeto de todos los demás ante su decisión, después de haber intentado, por todos los medios, revertir la decisión, dejaba salir ese sentimiento.
Antonio se reafirmaba en la falsedad del ego. Parecía que el ego se regocijaba en su propia destrucción. Daba a entender que esa decisión devolvía la paz al muchacho. ¡Maldito ego falso que prometía lo que no daba! Siempre hablaba de victoria pero se alegraba en la derrota como su fin natural. Ninguna mente había sido creada para rendirse, para abandonar, para evitar la superación, para dejar pasar la oportunidad.
Antonio miraba cara a cara al ego y le decía con todas las palabras: f a l s o. La mente tenía todos los recursos para florecer. La neuroplasticidad había demostrado la capacidad de regeneración de la mente cuando una causa plena de entusiasmo la inundaba. Era capaz de crear nuevas células en el cerebro.
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