Josué entretenía en su mente aquella anécdota que tuvo con sus padres cuando tenía cinco años. Una incidencia que todavía hoy, en la edad adulta, resonaba en su interior. Estaba jugando con sus hermanos en casa. Sus padres estaban hablando. Su mente estaba en el juego, en los detalles, pero también estaba en las palabras de sus padres.
Captaba que hablaban de dificultades económicas. Preocupados por la alimentación de la familia. Un pelín angustiados por la situación. Su padre trabajaba dieciséis horas al día. Josué, sin darse cuenta, sintió, en su interior, ese malestar que nace de la dificultad y del pensamiento incapaz de solucionarla.
Se puso a llorar. La emoción lo embargaba. Era pequeño pero su mente avispada captaba más de lo que los adultos creían. Su madre, al verlo expresar su tristeza, le dijo que no se preocupara. Ella intuyó que él había comprendido. En un acto reflejo, queriendo quitarle el asunto de la cabeza, le dijo: “anda, tonto, todo está arreglado”.
Josué sintió una herida un tanto más profunda. Comprendía a su madre. Comprendía su intención. Pero, no era tonto. Había captado la verdad del asunto. Nada le podía desviar de esa verdad escuchada con palabras queridas de sus padres. Eran su fuerza y fortaleza.
Desde entonces, Josué comprendió que la verdad debía compartirse en el nivel adecuado. La sensación de inutilidad que le transmitió su madre no le devolvió la paz. No se sentía tonto. Compartía con su familia todas las incidencias. Le devolvió el amor a su madre. La comprendió por el deseo de quitarle el pensamiento de la cabeza.
Pero, los pensamientos se quitaban por comprensión. Se ampliaban con otro pensamiento adecuado. Se satisfacían con otra idea nueva que no se había tenido en cuenta. En ese punto, Josué entendió que su ego (la idea del mundo que tenía en su interior) debía ampliarse con otras ideas, con otros pensamientos más amplios.
Esa idea de los sabios antiguos escrita en el templo de Delfos: “No te busques a ti fuera de ti mismo”, lo orientaba. Todo estaba en sus pensamientos. De ahí la gran importancia de ir comprendiendo, de ir ampliando, de ir viviendo esas nuevas perlas de sabiduría que le llegaban. Si él era el conjunto de sus pensamientos, trabajando muy bien la comprensión de los pensamientos que le guiaban, se iría construyendo de una forma tranquila, serena, orientada y bien dirigida.
Por ello, cada día trataba de comprender y comprenderse. No se trataba de repetirlo cada mañana. No se trataba de tenerlo presente durante todo el día. La comprensión era totalmente necesaria. Se entregaba a restablecer dentro de sí mismo la perfecta sanidad mental (sanar los pensamientos equivocados y darles su sentido más amoroso y profundo), la perfecta paz (indispensable para pensar con claridad), el perfecto amor.
Ese perfecto amor lo entendía en tres direcciones a la vez: hacia todo el mundo (todos somos uno), hacia el Padre (la fuente del amor), hacia un@ mism@ (fuente de amor por creación). No quería que le faltara ninguna pata de ese trípode maravilloso: hacia todos, hacia el Padre, hacia nosotr@s. Su alma le devolvía con agradecimiento, ese pensamiento global.
Entendía mucho mejor su posición en el mundo. Y su mente cerraba esa reflexión con ese pensamiento tan motivador: “Si cambio yo, el mundo cambia conmigo”. El mundo era el reflejo de su interior. Desde su paz interior, vería la paz en los demás. Desde su amor interior, vería el amor donde no lo esperaba. Desde la comprensión de ser Hijo del Padre, vería a los demás como sus hermanos en la familia del Padre.
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