Samuel se quedaba sorprendido de que nosotros mismos pudiéramos restringir el mensaje de los demás. Había aprendido que aquellos mensajes que no deseaba escuchar se los transmitía de forma inconsciente a los otros. Por ello, las personas lo captaban y no tocaban esos temas.
También había aprendido que aquellos temas que le gustaban no les caían bien a ciertas personas y por mucho que se esforzara, esos temas nunca los tocaban. Todos habíamos puesto una serie de limitaciones y restricciones a la comunicación de los demás.
Por ello, algunos llenaban y desarrollaban la amistad cuando tenían temas comunes que les gustaban a ambos y con ellos, podían entenderse en ese campo. Fuera de ese campo se respetaban y cada uno buscaba, por otro lado, la posibilidad de compartir partes de su ser.
“El mensaje que tu hermano te comunica depende de ti. ¿Qué te está diciendo? ¿Qué desearías que te dijese? Lo que hayas decidido acerca de tu hermano determina el mensaje que recibes”.
“Recuerda que el Espíritu Santo mora en él, y Su voz te habla a través de él. Mas ¿le escuchas? Es posible que tu hermano no sepa quién es, pero en su mente hay una luz que sí lo sabe”.
“El resplandor de esta luz puede llegar hasta tu mente, infundiendo verdad a sus palabras y haciendo posible el que las puedas oír. Sus palabras son la respuesta que el Espíritu Santo te da a ti”.
“¿Es la fe que tienes en tu hermano lo suficientemente grande como para permitirte oír dicha respuesta?”.
Samuel concluía que la forma en que había pensado que Dios o el Espíritu Santo le hablara no coincidía con lo que estaba leyendo. Se pensaba que el Espíritu Santo era autónomo y nos podía hablar.
Sin embargo, el Espíritu Santo siempre nos hablaba a través de la relación y el diálogo que teníamos con un hermano. Si no confiábamos en que un hermano fuera el medio a través del cual el Espíritu Santo nos hablara, la comunicación sería imposible.
Samuel veía con claridad que esa comunicación dependía de nosotros y de nuestras actitudes y decisiones.
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