Sebas se quedaba pensando ante aquella idea que se desplegaba ante sus ojos. La idea expresaba que cuando la mente contenía un conflicto serio que no podía soportar lo somatizaba y se lo pasaba al cuerpo. Entonces, el cuerpo expresaba con los fallos orgánicos oportunos ese conflicto insoportable.
Había escuchado que el cuerpo no enfermaba. La que enfermaba realmente era la mente. Y la mente hacía enfermar al cuerpo. Sebas iba viendo que la vida emocional era mucho más importante de lo que se imaginaba. La felicidad hacía funcionar al cuerpo con toda libertad.
Los disgustos, las reacciones fuertes en contra de adversidades, ponían presiones insoportables sobre la mente que, en ocasiones, se expresaban por el cuerpo. Ahora entendía mucho mejor la idea de que una enfermedad corporal era un aviso de que algo no funcionaba bien en la mente.
Se debía curar la enfermedad del cuerpo y la presión de la mente que la había provocado. Por ello, el problema de la culpa ejercía una función muy dañina en la mente y en el cuerpo. “¿Por qué iban a ser sus pecados pecados, a no ser que creyeses que esos mismos pecados no se te podrían perdonar a ti?”.
“Cómo iba a ser que sus pecados fuesen reales, a no ser que creyeses que constituyen tu realidad? ¿Y, por qué los atacas por todas partes, si no fuese porque te odias a ti mismo? ¿Eres acaso tú un pecado?”.
“Contestas afirmativamente cada vez que atacas, pues mediante el ataque afirmas que eres culpable y que tienes que infligirle a otro lo que tú mereces. ¿Y qué puedes merecer sino lo que eres? Si no creyeses que mereces ataque, jamás se te ocurriría atacar a nadie”.
“¿Por qué habrías de hacerlo? ¿Qué sacarías con ello? ¿Y de qué manera podría beneficiarte el asesinato?”.
Sebas pensaba en una experiencia como profesor que tuvo con un alumno en clase. Era un muchacho de 14 años. Una excelente persona. Una tarde, al empezar la clase, empezó a dar golpes en el suelo. Todos los compañeros se sorprendieron.
No era fácil disponer de la atención de los alumnos con aquellos golpes. Sebas le invitó a que se calmara. Sin embargo, diez minutos después empezó a dar otra vez golpes en el suelo con sus pies. Sabiendo que algo le pasaba a aquel muchacho, le invitó a salir de clase y le dijo que fuera tan amable de esperarle al lado de la puerta al terminar la clase.
Sebas terminó la clase y se llevó al muchacho a su despacho. La conversación se desarrolló de inmediato. El intenso problema del muchacho se manifestaba a través del cuerpo. Una realidad inaceptable para él se la acababan de comunicar sus padres. Se iban a separar.
Una angustia demasiado fuerte para contenerla. El muchacho se sentía culpable. Creía que él era el motivo de la separación de sus padres. Unos abrazos, unos lloros en el despacho y una comprensión infinita pudieron devolverle al muchacho un poco del cariño que se le había escapado de su vida.
La angustia y la culpa hacían su función. Destrozaban la paz y la serenidad de un excelente muchacho. Aquellos golpes en el suelo con sus pies era una petición de cariño y de comprensión que necesitaba aquel muchacho. Por ello, una mano amiga, comprensiva, ayudadora y acogedora podía decirle que estábamos con él en esos momentos desgarradores de su vida.
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