Darío empezaba a poner en orden una idea que había conocido desde muy joven pero que no había acabado de entenderla en su plenitud. El Maestro había dicho que lo principal era: “ama a tu prójimo como a ti mismo”. Siempre se había preguntado si amar al prójimo empezaba en el amor hacía sí mismo. Después eso le daría la segunda parte.
Sin embargo, ahora veía que lo primero era amar al prójimo, y tal como era ese tipo de amor, se amaba a sí mismo. Un amor condicionado, corto, limitado, hacia el prójimo, le daba el mismo tipo de amor hacia sí mismo. Lo que le daba al prójimo se lo daba a sí mismo.
Un amor completo, sin condiciones, abierto y sincero hacia el prójimo, era el tipo de amor que se ofrecía a sí mismo. Estaba un poco perplejo. Era como cambiar un poco la idea. Por una parte, se resumía en “lo que soy, doy”. Pero desde el punto de vista del prójimo, se podía concluir, “lo que doy, soy”.
Se quedaba sin palabras y pensativo. La mejor definición de sí mismo se la daba el prójimo. Era definido por su relación hacia el prójimo. Los pensamientos hacia el otro eran los pensamientos hacia él. Admitía que no eran esas las ideas que había albergado en el transcurso de la vida.
“No puedes concederte a ti mismo tu inocencia, pues estás demasiado confundido con respecto a quién eres. Mas sólo con que considerases a un solo hermano como completamente digno de perdón, tu concepto de ti mismo cambiaría por completo”.
“Desde un punto de vista conceptual, esta es la manera de verlo a él como algo más que un cuerpo, pues el cuerpo nunca parece ser lo que es bueno. Las acciones del cuerpo se perciben como procedentes de lo más “bajo” en ti, y, por ende, de lo más “bajo” en él”.
“Al concentrarte únicamente en lo bueno en él, ves el cuerpo cada vez menos y a la larga tan sólo se verá como una sombra que circunda lo bueno. Y cuando hayas llegado al mundo que se encuentra más allá de lo que sólo se puede ver con los ojos del cuerpo, ese será el concepto que tendrás de ti mismo”.
“Pues no interpretarás nada de lo que veas sin la Ayuda de la que Dios te proveyó. Y en Su visión yace otro mundo. Vives en ese mundo tanto como en este, pues los dos son conceptos de ti mismo que se pueden intercambiar, pero jamás pueden albergarse simultáneamente”.
“El contraste es mucho mayor de lo que te imaginas, pues amarás ese otro concepto de ti mismo porque no se concibió solo para ti. Aunque nació como un regalo para alguien en quien no percibías como tu propio ser, se te ha dado a ti. Pues el perdón que le concediste a él ha sido aceptado para los dos”.
Darío veía la nueva puerta que se abría a su entendimiento. Era un concepto revelador y dinamizante. Poseía la fuerza de todos los siglos y de todos los vientos en maravillosos abrazos.
Una idea se le había quedado grabada en su mente. El prójimo no era el otro. El ser del prójimo era nuestro propio ser. “Aunque nació como un regalo para alguien en quien no percibías como tu propio ser, se te ha dado a ti”. La percepción no veía la realidad.
El otro era nuestro propio ser. Por ello, la idea de “amar al prójimo como a nosotros mismos”, no era hacer un esfuerzo para sentir de otra manera. Era un concepto de que el “ser” era el mismo. Y esa unidad le rompía todos los esquemas con los que había ido funcionando.
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