Josué jugaba con el agua de un charco que había en uno de sus lados. Sus ojos estaban fijos en el líquido. Veía las ondas circulares cubrir toda la superficie desde el punto en el que recibía el impacto. De una forma uniforme y sin prisas el movimiento ondulatorio se expandía y perturbaba la paz tranquila del agua.
Su mente, al igual que la superficie acuosa, estaba perturbada con un pensamiento que trataba de comprender. Un refrán jugaba con sus sienes y con su entendimiento: “No ofende quien quiere sino quien puede”. Es decir que no todas las personas podían ofendernos.
Josué estaba de acuerdo con la primera parte. Varias personas que habían tratado de molestarle con algunas adversidades, dichos no veraces, lo habían dejado totalmente indiferente. No le preocupaban. Tenía claras las cosas y contra esas personas podía defenderse en cualquier escenario o situación oportuna.
Pero, también había descubierto que alguna persona que otra le había llegado a herir en lo más hondo con algunos de sus comentarios. Se preguntaba dónde estaba la diferencia, dónde se encontraba el quid de la cuestión. Unos lograban molestar, otros, no.
Recordaba que cierto día leyendo un artículo reflexivo sobre la ofensa quedó suspenso. Decía que nada nos podía herir, nadie nos podía hacer daño excepto nosotros mismos. La ofensa era un ataque que nos hacíamos nosotros mismos. Una afirmación muy novedosa. Siempre teníamos en mente que los ataques nos los hacían los demás.
En ocasiones teníamos la idea de que, si alguien nos faltaba al respeto, debíamos reaccionar, herirnos, molestarnos y atacar. Esa idea se la aplicábamos a unas personas y a otras, no. Esas personas a las que se lo aplicábamos eran las personas que nos podían herir.
Casi sin darnos cuenta, la propia persona decidía, de esta manera, quién la podía ofender, molestar, quitarle la paz y hacerle perder la serenidad. Si la misma persona decidía no darle ese poder a nadie, nadie la podía molestar. Josué veía un camino de libertad total.
Era un descubrimiento que ponía el foco no en la otra persona que aparentemente atacaba, sino en la decisión de la propia persona que había decidido que podía ser atacada. Esa posición de debilidad estaba asumida en su interior y su vulnerabilidad aumentaba.
Ahora entendía de dónde emanaba esa seguridad incólume de quienes permanecían tranquilos y serenos a pesar del aparente ataque de los demás. Sentían la seguridad en ellos mismos y no le concedían a nadie el pensamiento de que les podían atacar.
Josué cabalgaba a lomos de las ondas que se amplificaban armónicamente en aquel charco de agua limpia. Veía el fondo del mismo. Esa claridad la proyectaba en sus pensamientos. – Nadie me puede herir. Solamente yo me puedo herir. Por ello, si alguna persona me hiere es porque yo lo he decidido previamente -.
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