Mateo jugaba con su percepción en el horizonte. Los diversos matices de colores a la caída de la tarde que se podían discernir eran difíciles de ponerles nombres. En su vida normal no los necesitaba. Tanta belleza, tanta sutileza, tanto despliegue de variedades llenaba sus ojos, pero su mente no los captaba con ningún nombre.
Cerró los ojos y dejó de ver los colores. Su pensamiento le ofreció una idea. La variedad de los seres humanos era infinita, pero con unos pocos adjetivos se podían catalogar y captar a las personas. Al menos eso era lo que pensaba él. Creía que conocía a las personas con las que tenía contacto.
Había un elemento que todos utilizábamos: la proyección. Nosotros nos reflejábamos en los demás y creíamos que analizábamos a los demás y a los únicos que estábamos analizando era a nosotros mismos. Recordaba sorprendido un incidente que tuvo con su esposa.
Vivían juntos ya unos veinticinco años. Iban en un tren de cercanías y entraban en la estación principal. Tuvo una idea en su interior de una forma súbita. Sabía que al final del curso abandonaría la ciudad y volverían a su lugar de origen. Mateo iba considerando esa posibilidad al bajar del tren y al poner el pie en las escaleras mecánicas que lo subieron al siguiente nivel.
Creía que debía compartirlo con su esposa. Así lo hizo. Su esposa se quedó sorprendida. Su reacción descolocó a Mateo. Le decía: - claro, tú llevas pensando esa posibilidad hace mucho tiempo y me lo dices ahora. Podías habérmelo dicho mucho antes -.
Mateo vio de inmediato que esa forma de actuar era la propia de su esposa. Le daba mil vueltas a la idea antes de compartirla. Fue consciente, al momento, que su esposa no lo estaba analizando a él. Se estaba proyectando y lo estaba analizando con sus propias estructuras, sus propios mimbres, su propia forma de ser.
Después de veinticinco años no había descubierto que su esposo era impulsivo. No era capaz de darle vueltas a las ideas y las compartía de inmediato. Ello ponía de manifiesto que a la única persona que conocíamos era a nosotros mismos. Y cuando analizábamos a los demás nos estábamos proyectando nosotros en ellos.
En ocasiones nos enfadábamos con los otros porque les poníamos unas intencionalidades que nos hacían daño. No éramos conscientes de que esas intencionalidades eran nuestras no de la otra persona.
Cuando veíamos lo bueno en los demás, veíamos lo bueno dentro de nosotros mismos. Cuando observábamos los inconvenientes en los demás, lo único que podíamos ver eran los inconvenientes en nosotros mismos. Mateo concluía con un pensamiento de paz. No podía conocer a nadie. Podía conocerse a sí mismo si aplicaba lo que veía en los demás a su propia vida.
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