martes, noviembre 7

LAS APARIENCIAS CAMBIAN

Benito ahondaba en esas ideas que le habían ganado el corazón. La mitad suya era divina. La mitad suya era oro puro hecho de amor divino. La otra mitad era su libertad para poder elegir. Nadie podía decirle, nadie podía pensar, que éramos frágiles, inútiles, sin valor y sin una trascendencia en nuestra vida. 

El filón de oro puro divino relucía en nuestra vida con toda su plenitud. Nadie podía decirse a sí mismo que no valía nada. Teníamos un valor incalculable. Un valor incalculable para nuestra madre al nacer y antes de nacer. Un valor incalculable para todas las personas que nos esperaban. 

Un valor incalculable para todas las miradas plenas que sabían ver la divinidad en nosotros, en nuestro interior, en nuestro corazón y en la nobleza de nuestros ojos. Un valor incalculable para nosotros mismos que aceptábamos precisamente el valor profundo del amor que anidaba en nuestro corazón. 

Le gustaba la idea de sufrimiento que había escuchado: “Sufrimos porque no aceptamos que estamos hechos de amor y luchamos en contra del amor, es decir, luchamos contra nosotros mismos. Por eso, sufrimos”. Se deleitaba leyendo aquellos pensamientos.

“Las apariencias engañan, pero pueden cambiar. La realidad, en cambio, es inmutable. No engaña en absoluto, y si tú no puedes ver más allá de las apariencias, te estás dejando engañar”. 

“Pues todo lo que ves cambiará; sin embargo, antes pensabas que era real, y ahora crees que es real nuevamente. De este modo la realidad se ve reducida a formas y se la considera susceptible de cambiar”. 

“La realidad, no obstante, es inmutable. Esto es lo que hace que sea real y lo que la distingue de todas las apariencias. Tiene que estar más allá de toda forma para poder ser ella misma. No puede cambiar”. 

Benito veía que esa visión que profundizaba era necesaria para distinguir la apariencia de la realidad. Las apariencias eran apariencias. Siempre cambiaban. La verdad era verdad porque no cambiaba.

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