Juan estaba sorprendido. Nunca se habría esperado aquella experiencia. Los habitantes de la parte de Berlín este, dirigidos bajo el régimen comunista, antes de que el muro fuese derribado, se encontrasen tan faltos de iniciativa que añoraran volver a la falta de libertad que habían tenido.
Esa falta de libertad venía por no haberla ejercido. No se esforzaban por mejorar, por encontrar nuevas oportunidades, por poner en marcha alternativas distintas. Al fin se dio cuenta Juan que la falta de competencia y de esfuerzo personal era como un músculo que no se utilizaba en el cuerpo.
Después de cierto tiempo sin utilizarlo, perdía su volumen, su fuerza, su función y se debilitaba. Todo en el ser humano respondía a la ley de la utilización. Ideas sociales aparentemente estupendas parecían que ahogaban en su raíz las fuerzas gravitatorias de la persona.
Una vez recobrada la libertad, debían ejercitar esos músculos sociales inactivos. Y en su práctica no siempre se acertaba. Era la manera de aprender. “Aprender es una capacidad que tú inventaste y te otorgaste a ti mismo”.
“No fue concebida para hacer la Voluntad de Dios, sino para apoyar el deseo de que fuese posible oponerse a ella y para que una voluntad ajena fuese incluso más real”.
“Y esto es lo que este aprendizaje ha intentado demostrar, y tú has aprendido lo que fue su propósito enseñar. Ahora tu viejo y remachado aprendizaje se alza implacable ante la Voz de la verdad y te enseña que Sus lecciones no son verdad, que son demasiado difíciles de aprender, y que son diametralmente opuestas a lo que realmente es verdad”.
“No obstante, las aprenderás, pues ese es el único propósito de tu capacidad para aprender que el Espíritu Santo ve en todo el mundo. Sus sencillas lecciones de perdón son mucho más poderosas que las tuyas, pues te llaman desde Dios y desde tu Ser”.
Juan admitía con toda su alma la grandeza de Sus enseñanzas. Eran infinitamente más poderosas que cualquier idea nuestra. La idea del perdón era un concepto nuevo que su alma recogía con mucho regocijo.
Nadie nos podía herir, molestar, insultar ni atacar. Nadie podía definirnos excepto nosotros mismos. Si nosotros, ante cualquier palabra poco amable, la aceptábamos, la comprendíamos y entendíamos que era un signo de una persona que no se encontraba bien, equilibrada y en su mejor versión, nos movería a ayudarla y no a sentirnos molestos con ella.
Así que nadie nos podía herir ni molestar. Éramos nosotros mismos los que nos heríamos y nos molestábamos. Por ello, perdonar a una persona implicaba perdonarnos a nosotros mismos por no saber comprender, en ocasiones, la situación de la otra persona.
Y ese aprendizaje nacía de Dios y de nuestro Ser.
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