Santiago había descubierto que, con el tiempo, aquellas lenguas que no se practicaban, se olvidaban y quedaban como recuerdos vagos en nuestra mente. En algunas ocasiones nos mandaban sus detalles, pero los percibíamos en la lejanía como experiencias que tuvimos y ya no recordábamos.
Era necesario volver al país de origen, o estar entre un grupo con esa misma lengua para que todo lo que anidaba en nuestro interior saliera sin ningún problema y nos devolviera todas esas hermosas experiencias que habíamos tenido con ellas.
“Si tu voluntad no fuese la mía tampoco podría ser la de nuestro Padre. Esto significaría que habrías aprisionado la tuya, y que no le has permitido ser libre. Solo no puedes hacer nada porque solo no eres nada”.
“Yo no soy nada sin el Padre y tú no eres nada sin mí porque al negar al Padre te niegas a ti mismo. Siempre me acordaré de ti, y en el hecho de que me acuerde de ti radica el que tú te acuerdes de ti mismo”.
“En nuestro mutuo recuerdo radica nuestro recuerdo de Dios. Y en ese recuerdo radica tu libertad porque tu libertad está en Él. Únete, pues, a mí en alabanza de Él y de ti que fuiste creado por Él”.
“Este es nuestro regalo de gratitud hacia Él, que Él, a su vez, compartirá con todas Sus creaciones, a las que da por igual todo lo que es aceptable para Él. Por ello, te dará el regalo de la libertad. Su Voluntad lo dispone así: al ofrecer libertad, te liberarás”.
Santiago admitía que recordar las lenguas le hacía bien. Y, de la misma manera, recordar que Dios nos hizo. Nos hizo iguales. Nos dio sus mejores dones. La libertad fue el más determinante de todos.
Ese es el secreto de la vida. Al buscar la libertad, no podemos olvidarnos de Quién nos hizo, y de Quién nos ama. Ese recuerdo lo debemos cultivar en nuestras relaciones tal como hacemos con las lenguas para que no olvidemos de dónde viene la libertad.
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