viernes, enero 22

EL PODER DE NUESTRAS CREENCIAS

Toda nuestra felicidad y toda nuestra desgracia está en las manos de nuestras creencias. Es una línea divisoria en nuestra vida. Si no se traspasa, estamos en el cielo. Todo funciona a la perfección. Si se traspasa, todo se hunde en nuestro cuerpo, en nuestra experiencia y en nuestro momento.

Carmen era una persona muy responsable. Se la había educado para cumplir bien sus deberes y se le habían puesto líneas de demarcación que no debía traspasar. Ella, obediente, las había seguido con mucha comprensión y aceptación. 

Trabajaba en una gran corporación. Un trabajo muy bien remunerado y con un puesto destacado. Una de sus creencias era la siguiente: debemos estar diez minutos antes en el puesto de trabajo para empezar, con todo preparado, a la hora en punto. 


Ella cumplía esta creencia totalmente. Pensaba que era lo correcto, lo sensato, lo responsable y lo adecuado. Ella misma ponía énfasis en la realización de esta norma (era su creencia). 


Todo iba bien. El tiempo transcurría con placidez. Veía que en algunas ocasiones sus compañeros de trabajo no seguían esta orientación. Llegaban un minuto antes al trabajo. Ella, interiormente, los censuraba. Los tachaba de irresponsables. 

Cuando se trataba de ofrecer puestos de mayor responsabilidad a algunos de ellos, ella le aplicaba siempre la norma. Muchos no escalaban. La norma de Carmen se lo impedía. 

Un día, una vecina, le llamó a su puerta. Tenía una emergencia. Necesitaba su ayuda. Carmen observó que si la atendía, llegaría más tarde a su trabajo. Se puso muy nerviosa. Trató de ayudar, al menos, lo mínimo. No podía llegar tarde. Ella no podía llegar tarde. Y le dijo a su vecina que no le era posible ofrecerle mayor ayuda. Salió rápida de casa con el alma dividida: seguir su creencia de la puntualidad y no haber prestado la ayuda a su vecina. 

En otra ocasión, de camino al trabajo, recordó que no había cogido unos documentos necesarios para ese día. Tuvo que regresar. Cogió los documentos y salió a toda prisa. El pulso se le aceleraba. El cuerpo se le comprimía. Y, prudente, aparcó su coche. No podía conducir. Todo su cuerpo se convulsionaba.

Una persona, al verla en tal situación, se acercó. Habló con ella. Trató de tranquilizarla. "No se preocupe", le dijo, "hoy llegaré tarde al trabajo pero usted es más importante". Trató de incorporarla y de sentarla en su coche. La llevó a urgencias. Una vez ingresada, le pidió que le dijera algún teléfono para informar a un familiar. Carmen, sorprendida, le entregó la agenda y le dijo que llamara a su esposo. 

Carmen quedó impactada. Su ataque de ansiedad era muy fuerte. Sin embargo, pudo ver, a través de esta persona, la generosidad y la equivocación de su creencia. Y la cambió: normalmente debemos ser puntuales, pero si hay alguna incidencia, la norma no debe aplicarse porque la rigidez tiene un precio demasiado alto. 

Carmen se dio cuenta que tenía muchas otras creencias rígidas. A partir de aquel día, se dedicó a ir ajustándolas para quitarles la dureza de no poder ser traspasadas. Así fue descubriendo la felicidad basada en sus creencias.

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