martes, marzo 20

CARENCIA Y CONFLICTO

Abel se esforzaba por ir abriendo caminos en su responsabilidad de familia y en su responsabilidad de trabajo. Sabía que debía centrarse en lo más central de la vida. En cierta ocasión, dando un paseo por el monte, se decía a sí mismo que si lograba alcanzar esa cierta seguridad interna, todo sería fabuloso. 

Cierto sentido de inquietud invadía su interior en muchos momentos. En otros, la confianza en el Eterno le ayudaba a evitar pensamientos inadecuados de desconfianza. A lo largo de su vida, veía que la responsabilidad era compartida. Él debía hacer lo máximo. El otro porcentaje quedaba en manos de la Providencia. 

En muchos momentos observó la mano de la Providencia en hechos acaecidos que no se esperaba. Su vibración interna aumentaba de intensidad y de profunda confianza. Ningún buen padre dejaba a sus hijos a su sola iniciativa. Siempre trataba de ayudarlo de diversas maneras. 

El Padre Celestial era el padre por excelencia. Respetaba nuestra libertad, pero nunca dejaba de caminar a nuestro lado, aunque más bien reconocía que estaba en nuestro interior, en nuestros pensamientos más justos, tranquilos y serenos. La desconfianza se evaporaba como la niebla al contacto con los rayos de sol. 

“Tú que quieres la paz sólo la puedes encontrar perdonando completamente. Nadie aprende a menos que quiera aprender y crea que, de alguna manera, lo necesita”. 

“Antes de la ‘separación’, que es lo que significa la ‘caída’, no se carecía de nada. No había necesidades de ninguna clase. Las necesidades surgen debido únicamente de que tú te privas a ti mismo”. 

“Actúas de acuerdo con el orden particular de necesidades que tú mismo estableces. Esto, a su vez, depende de la percepción que tienes de lo que eres. La única carencia que realmente necesitas corregir es tu sensación de estar separado de Dios”. 

Abel se quedó quieto, parado, reflexivo y centrado. La idea de separación del Eterno era una sensación que debía corregir. El Eterno no quería la separación. Tampoco nosotros queríamos la separación. Ante tal disposición, Abel concluía que debía dar por terminado el conflicto base de todos los conflictos. 

El Padre quería al Hijo y el Hijo quería al Padre. Su cara se elevaba hacia arriba. Miraba el azul de los cielos. Y, en silencio, le hablaba a su Padre con la naturalidad del Hijo que volvía a su casa con todo su corazón y con todo su entendimiento. 

Reconocía a su Padre como su auténtico creador y se sentía Su Hijo por nuevo nacimiento. Corregir el error dentro de su corazón era el milagro. Encontrarse juntos en la paz de aquella tarde era el Encuentro maravilloso de la Vida Eterna. 

Abel se gozaba y la plenitud se reflejaba en sus ojos, en los latidos de su corazón y en las profundas respiraciones donde la paz del cielo entraba a borbotones por su boca y le llenaba los pulmones. ¡Por fin juntos!

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