Sebas estaba sentado tranquilamente en la terraza de su casa. Se veía el horizonte con hermosas nubes blancas que pasaban ligeramente. Una suave brisa las empujaba. Veía el azul del cielo por doquier. Sentía su corazón latir con paz y con esa tranquilidad que se fundía con la naturalidad del agua que discurría por el arroyo cercano.
Primeras horas de la tarde. Balanceos hermosos en su hamaca de reposo y sus ojos perdidos en el cielo como uniendo su interior con el infinito. Su pensamiento se desarrollaba en paz y en reflexión. Sus mejillas sonreían. Una primera conclusión alcanzaba al establecer que lo realmente significativo en su vida era su paz interior.
Estaba comparando el movimiento de su conciencia con el movimiento de los hechos que acaecían en el mundo. Después de años, reflexiones, experiencias y evaluaciones, sabía que su estado interior era superior a su entorno. Había conservado la calma en situaciones delicadas en el exterior.
Había llevado a buen puerto ciertas adversidades que se cernieron sobre su trabajo y su casa. Era un placer saber que su estabilidad interior imponía su energía apaciguadora a las ondas turbulentas de las personas y de los acontecimientos.
Así concluyó que su visión interior daba, orientaba, ponía en su verdadera luz todo lo que hasta él llegaba para quitarle la paz. “Siempre que tratas de alcanzar un objetivo en el que la mejora del cuerpo es el beneficiario principal, estás buscando la muerte”.
“Los ídolos no pueden sino desmoronarse porque no tienen vida. Y lo que no tiene vida es un signo de muerte. Para cambiar todo esto, y abrir un camino de esperanza y liberación en lo que aparenta ser un círculo interminable de desesperación, necesitas aceptar que no sabes cuál es el propósito del mundo”.
“Le adjudicas objetivos que no tiene, y de esta forma, decides cuál es su propósito. Procuras ver en él un lugar de ídolos que se encuentran fuera de ti, capaces de completar lo que está adentro dividiendo lo que eres entre lo que está afuera y lo que está adentro”.
“Tú eliges los sueños que tienes, pues son la representación de tus deseos, aunque se perciben como si vinieran de afuera. Tus ídolos hacen lo que tú quieres, y tienen el poder que les adjudicas. Y los persigues fútilmente en el sueño porque quieres adueñarte de su poder”.
Sebas dejaba que las palabras cayeran con suavidad sobre el campo de su pensamiento, sobre su laboratorio interno de reflexión, sobre su conciencia clara e indivisa para que pudieran florecer desde la sabiduría. Su conclusión se afirmaba.
Nada que estaba afuera le podía dar la solución. La primera frase le había dejado reflexivo: “Siempre que tratas de alcanzar un objetivo en el que la mejora del cuerpo es el beneficiario principal, estás buscando la muerte”. Sebas pensaba en los sueños de poder, de dinero, de influencia, de prestigio que muchos humanos perseguían.
Ídolos que se ponían al frente de todas las personas y que les llenaba de fuerza interna. La vida no discurría por esos ídolos tan toscos. El amor los eludía totalmente. Se podía ver el amor en personas sencillas. En personas desprovistas de esos tesoros valorados como ídolos.
Y recordaba una mujer ancianita, con una gran fortuna, sentirse sola, apartada, no querida, con la espada de la muerte sobre su cabeza para que sus herederos se hicieran cargo de la fortuna. Todos los ídolos de los humanos buscaban la muerte.
Un momento de generosidad, una mano ayudadora, una conversación donde la comprensión existiera, una expresión sincera de cariño, todo eso daba la vida. Eso era realmente el tesoro. No eran ídolos en las mentes de las personas. Eran vida que vivían con enorme alegría.
La paz y la plenitud estaban en nuestro interior porque eran nuestro tesoro. La paz y la plenitud no se debían buscar donde no estaban. La última frase del texto era lapidaria: “Y los persigues fútilmente en el sueño porque deseas adueñarte de su poder”. Ya se sabe, el poder le quita la paz a mucha gente.
Sebas entornaba los ojos después de haber reflexionado un rato en la sabiduría de los siglos que se desvelaba en su presencia. Las nubes blancas, algodonosas, portadoras de agua para regar la tierra seguían pasando. La ligera brisa soplaba y el amor en su corazón daba gracias por tan inmensa fortuna de ver cómo la naturaleza hacía bien su camino
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