Esteban se había preguntado, en varios momentos de su vida, la razón de la vida, la razón de su pertenencia a la existencia, el porqué de su caminar, la idea de su humanidad. Y lo más importante: la finalidad de su existencia. Saber la función que cada uno ocupaba en su cometido era de vital importancia en el desempeño de su función.
Había tenido una experiencia muy preciosa en sus inicios de profesor. Tenía una claridad muy significativa en su enseñanza. Su función era doble. Por una parte, debía compartir las enseñanzas nuevas que debían llegar a los alumnos con las mejores técnicas aprendidas. Por otra parte, sabía que si no había una buena relación entre profesor y alumno las enseñanzas quedaban incompletas.
No se trataba solo de saber y de saber muy bien. Se trataba de comunicarse con otro ser y de sentirse agradables en esa comunicación. En esa atmósfera de encanto, de confianza y comprensión mutua se daban las condiciones para que el conocimiento fluyera entre las mentes, entre las sensibilidades respetuosas y admiradas del profesor y los estudiantes.
Con esas ideas claras, antes de empezar el curso, Esteban miraba la fotografía de los alumnos, los datos a los que tenía acceso y de alguna manera, los iba conociendo poco a poco. Eso le servía para romper el hielo en el primer intercambio y una confianza natural se desarrollaba.
Esteban se decía a sí mismo que debía tener una buena relación con su Creador. Una relación de confianza para que la conversación fluyera de forma sencilla, clara, agradable e inequívoca. Tenía asumido que la conversación con Dios se desarrollaba en tres terrenos muy delimitados.
El primero era en su conversación privada, personal y directa. Muchas conversaciones recibían contestación en el proceso de reflexión personal. El segundo era la conversación con las personas. Muchas veces, hablando con una persona, le hacía cierta pregunta que al intentar responderla y buscar la solución se daba cuenta que era la contestación que esperaba.
La tercera vía eran los libros. Los escritores tocaban muchos temas, muchos niveles y mucha amplitud. Algunos libros eran orientaciones maravillosas del Creador. Su interior se lo afirmaba. Así con esas tres vías notaba una relación agradable entre profesor y alumno tal como él lo desarrollaba en las clases.
Con esa idea leía tranquilamente el siguiente texto: “He aquí el papel que el Espíritu Santo te asigna a ti que sirves al Hijo de Dios y que quieres contemplar su despertar y regocijarte”.
“Él forma parte de ti y tú de él porque es el Hijo de su Padre, y no por ningún otro propósito que tú puedas ver en él. Lo único que se te pide es que aceptes lo inmutable y lo eterno en él, pues tu Identidad reside allí”.
“Sólo en él puedes encontrar la paz que mora en ti. Y todo pensamiento de amor que le ofrezcas, no hace sino acercarte más a tu despertar a la paz eterna y a la dicha infinita”.
“Ese sagrado Hijo de Dios es como tú: el reflejo del Amor de su Padre por ti, el tierno recordatorio del Amor de su Padre mediante el que fue creado, el cual todavía mora en él al igual que en ti”.
“Permanece muy quedo y escucha la Voz de Dios en él, y deja que esa Voz te diga cuál es su función. Pues él fue creado para que tú fueses íntegro, pues solo lo que está completo puede ser parte de la totalidad de Dios, la cual te creó”.
Esteban quedaba absorto. La función de los demás en su vida era vital. La idea que tenía de los demás era también vital. Había una afirmación que le había llegado muy hondo: “lo único que se te pide es que aceptes lo inmutable y lo eterno en él, pues tu Identidad reside allí”.
La vista, la consideración de los demás jugaban sus bazas. Eran vitales para informarle a Esteban de su función en la vida. Se volvía a repetir esas palabras: “lo único que se te pide es que aceptes lo inmutable y lo eterno en él, pues tu Identidad reside allí”.
Veía que, al igual que en la enseñanza, la conexión personal entre el profesor y el alumno era vital. El profesor podía ser cualquier persona de su entorno. Podía tener cualquier edad. Lo importante era considerarle con la visión que le sugería el texto: “lo inmutable y lo eterno en él, pues tu Identidad reside allí”.
Al verlo en los demás, podía verlo en sí mismo. Al verlo en los demás, se hacía consciente de ese tesoro que vivía dentro de él. Al verlo en los demás, escuchaba de una forma dialogada esa conversación entre su Hacedor y él mismo.
Una cuarta vía aparecía en sus charlas con Dios: considerar a los demás con esa cualidad de eternidad y ello le llevaba a encontrarse a sí mismo y al Creador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario