Gonzalo no acababa de comprender, de forma global, esa idea de renunciar a defenderse. Defenderse, en muchos momentos, era atacar al contrincante, a la persona que nos compartía lo que nosotros no sentíamos en nuestro interior. Esa diferencia nos hacía saltar y empezar el ataque al otro por su equivocación.
También admitía que el ataque provenía de una herida interna. Algunas personas podían herirnos de una forma impensable para nosotros. La herida sangraba y nos hacía iniciar un proceso de contraataque de intensidad directamente proporcional a la profundidad de la herida que habíamos sentido.
Gonzalo reflexionaba que si no hubiera herida no habría contraataque. El asunto radicaba en la herida, ese sentirnos heridos que nos desequilibraba de una forma ostensible. Ahí encontraba el camino de la superación del ataque. Nadie podía herirnos si nos sentíamos seguros de nosotros mismos.
Nuestra inseguridad propiciaba la herida y creíamos que debíamos contraatacar y nos sentíamos totalmente legitimados para ello. Era una razón de fuerza. La razón que nos perdía en los dolores de nuestra herida rasgada que nos ahondaba y no nos dejaba tranquilos en nuestra visión y en nuestra alma.
“La única seguridad radica en extender el Espíritu Santo porque a medida que ves Su mansedumbre en otros, tu propia mente se percibe a sí misma como totalmente inofensiva”.
“Una vez que puede aceptar esto completamente, no ve necesidad alguna de protegerse. La protección de Dios alborea entonces sobre ella, asegurándole que está totalmente a salvo para siempre”.
“Los que están perfectamente a salvo son completamente benévolos. Bendice porque saben que son benditos. Desprovista de ansiedad, la mente es totalmente benévola, y puesto que extiende caridad, es también caritativa”.
“La seguridad no es otra cosa que la completa renuncia al ataque. Ninguna transigencia al respecto es posible. Si enseñas ataque en cualquier forma que sea, lo habrás aprendido, y ello no podrá sino causarte dolor”.
“Con todo, ese aprendizaje no es permanente, y puedes desaprenderlo dejándolo de enseñar”.
Gonzalo entendía el dolor de la herida. Una herida aceptada era un dolor asumido. Una herida inconsciente era una perturbación inconsciente que nos dirigía por caminos y pensamientos equivocados y enrevesados. La falta de claridad de la mente la hacía tropezar con nimios inconvenientes.
Ahora podía entrever las profundidades del alma. Ahora podía captar la grandeza de la renuncia al ataque, su comprensión y su posibilidad de que nadie le pudiera herir. Su seguridad en el Eterno era tal que su camino le llevaba por la puerta de la paz y no aceptaba ninguna herida porque sencillamente no era verdadera.
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