domingo, febrero 17

EL ESPEJO DE LOS DEMÁS


A Adolfo le hubiera gustado que le hubieran enseñado a conocerse a él mismo. Los sabios en la antigüedad lo habían expresado, pero sus maestros no lo habían compartido. Era una asignatura pendiente durante muchos años de su vida. En cierto momento, tuvo un encuentro con el concepto de espejo y empezó a saber algo de sí mismo. 

El concepto de espejo le impactó. Todos estaban acostumbrados a tener la sensación de que había personas que nos caían bien, muy bien o nada bien. Hacíamos una clasificación inmediata con unas pocas palabras, con unos gestos o con una actitud. 

Eso no lo podía discutir nadie. El problema surgía cuando intentábamos comprenderlo. Adolfo recordaba la experiencia que tuvo una vez con un zapatero cuando todavía existían y nos arreglaban el calzado. Un señor que se dirigía de una forma superior, exigente, tratando de saberlo todo y de hacer sentir a los demás como ignorantes. 

Había ido de parte de su padre. El zapatero y su padre se conocían. Adolfo se lo expresaba a su padre, pero no le hacía caso. Decía que el zapatero era así de una forma natural. 

Adolfo no le entendía. Captaba que de alguna manera le faltaba al respeto. No entendía ni la actitud del zapatero ni la de su padre. “Puesto que el ego es aquella parte de tu mente que no cree ser responsable de sí misma, y puesto que no le es leal a Dios, es incapaz de tener confianza”. 

“Al proyectar su creencia demente de que tú has traicionado a tu Creador, el ego cree, que tus hermanos que son tan incapaces de ello como tú, están intentando de desposeerte de Dios”. 

“Siempre que un hermano ataca a otro, eso es lo que cree. La proyección siempre ve tus deseos en otro. Si eliges separarte de Dios, eso es lo que pensarás que otros están haciendo contigo”. 

Adolfo terminó comprendiendo que la naturalidad y la confianza que le ofrecía al zapatero estaba fuera del nivel en el que él estaba. Esa actitud de confianza de Adolfo hacia su padre, le rechinaba al zapatero. 

Y el propio zapatero se veía delante de un espejo donde la confianza sobresalía. Y se mofaba de esa actitud como de niño pequeño cuando Adolfo ya tenía once años y comprendía muchas cosas del mundo adulto. 

La sorna del zapatero, su autosuficiencia, su superioridad de palabras y de experiencias, se dejaban lanzar mientras esperaba que le entregara las botas de su padre. Lo hacía sentir incómodo. No le atraía cumplir ese encargo de su padre. 

Pero, no podía negarse. Su padre estaba comprometido con dos trabajos para sacar económicamente su hogar adelante y tenía que ayudarle. Descubrió que la falta de respeto por un señor mayor del que no esperaba esa actitud, le molestaba y le hería.

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