Enrique había adquirido la costumbre de compartir sus alegrías y sus tristezas. A medida que iba ganando en madurez, las alegrías las compartía con todos, sus tristezas solamente con personas que él creía que estaban preparadas para ello y podía recibir de ellas hermosas reflexiones.
Esa acción de compartir era una necesidad interna. Compartir era como poner en palabras los elementos difusos del sentimiento. Las palabras se llenaban de esa actitud de alegría y transmitían energía positiva, hermosa, fabulosa, con las otras personas.
La energía de la tristeza tenía esas dos partes siempre presentes en ella. Eran motivo de reflexión y motivo de desánimo. La tristeza ayudaba a reflexionar, a ir hacia el interior. Era algo que se manifestaba que no funcionaba bien. Al menos se creía que algo fallaba.
“Hemos dicho que sin proyección no puede haber ira, pero también es verdad que sin extensión no puede haber amor. Todo ello refleja una ley fundamental de la mente, y, por consiguiente, una ley que siempre está en vigor”.
“Es la ley mediante la cual creas y mediante la cual fuiste creado. Es la ley que unifica al Reino y lo conserva en la Mente de Dios. El ego, sin embargo, percibe dicha ley como un medio para deshacerse de algo que no desea”.
“Para el Espíritu Santo, es la ley fundamental del compartir, mediante la cual das lo que consideras valioso a fin de conservarlo en tu mente. Para el Espíritu Santo es la ley de la extensión. Para el ego, la de la privación”.
“Produce, por lo tanto, abundancia o escasez, dependiendo de cómo eliges aplicarla. La manera en que eliges aplicarla depende de ti, pero no depende de ti decidir si vas a utilizar la ley o no”.
“Toda mente tiene que proyectar o extender porque así es como se vive, y toda mente es vida”.
Enrique había aprendido también que debía pensar también con quien compartía sus alegrías. No todos aceptaban esas alegrías como una bendición para todos sino como motivo de envidia y de incomodidad. Lo cierto era que compartirlas con las personas adecuadas era un motivo de regocijo para ambas.
Así éramos los humanos. Prestos a compartir lo que ocurría en nuestro interior porque esa acción nos hacía ver a nosotros mismos aspectos que no habíamos considerado anteriormente. Y la idea de completarnos y unirnos con los demás radicaba en una buena comunicación donde la vida bullía con todo su esplendor.
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