Lucas se quedaba un tanto perplejo porque siempre le habían enseñado a pedir la bendición de Dios. Ahora le indicaban que su propia bendición era vital para él. Dios estaba siempre dispuesto a dárnosla. Sin embargo, siempre estábamos dispuestos a decir que no la merecíamos.
Se repetía que la distancia entre nosotros y Dios era infinita y aunque Dios nos diera todo su amor, decíamos que no lo merecíamos. No había mayor abismo de separación entre Dios y nosotros al admitir que la distancia era insalvable. Era el pago que el ego exigía para no hacer creer a la persona que era digna de tal atención.
El mundo del ‘ego’ se revestía de una falsa humildad. Ser igual a Dios era ser igual en amor. Ser igual a Dios era la maravilla más grande que nos podría suceder. Su amor estaría en nosotros y la visión que tendríamos de los demás sería la misma visión que Jesús.
De todos modos, Lucas pensaba que era un asunto controvertido y era mejor no entrar en esos campos de rarezas mentales. Estaba bien dejar las cosas como estaban. Dios en su cielo y nosotros en nuestra tierra. Eso sí, siempre se añadía que nosotros éramos pecadores. Así se pagaba la factura cada día de la distancia entre la criatura y su Creador.
“No necesitas la bendición de Dios porque de ella ya dispones para siempre, pero sí necesitas la tuya propia. La imagen que el ego tiene de ti es la de un ser desposeído, vulnerable, e incapaz de amar”.
“Sin embargo, puedes escaparte muy fácilmente de ella abandonándola. Tú no formas parte de esa imagen, ni ella es lo que tú eres. No veas esa imagen en nadie, o la habrás aceptado como tú eres”.
“Todas las ilusiones acerca de la Filiación se desvanecen al unísono tal como fueron forjadas al unísono. No le enseñes a nadie que él es lo que tú no querrías ser”.
“Tu hermano es el espejo en el que ves reflejada la imagen que tienes de ti mismo mientras perdure la percepción. Y la percepción perdurará hasta que la Filiación reconozca que es íntegra”.
“Tú inventaste la percepción, y esta perdurará mientras la sigas deseando”.
Lucas veía una forma de considerarse a sí mismo de una forma totalmente opuesta a como lo había hecho. Se daba cuenta de que estaba rechazando las bendiciones de Dios por considerarse indigno. El abismo que había entre lo divino y lo humano era insalvable.
Las bendiciones de Dios no podían llegar mientras nosotros no las aceptáramos tal como Dios nos las concedía. La humildad no radicaba en la lejanía ni en la distancia. La humildad se focalizaba en la recepción de lo que Dios disponía. Nosotros no podíamos contradecir la voluntad de Dios.
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