lunes, mayo 6

EL HIJO EN SÍ ES NUESTRO PROPIO TESORO


Mario le había dado mil vueltas al relato del hijo pródigo. Una historia que desafiaba a las mentes más preclaras. Pocos lo habían entendido. Muchos padres de familia que lidiaban con hijos díscolos y respondones, les respondían que eran desleales, desnaturalizados, desagradecidos y descastados. 

Compartían sus problemas con los demás y se sentían arropados por el apoyo que recibían al condenar las conductas tan estridentes de sus hijos. En cambio, la experiencia del hijo pródigo no contenía ni un solo reproche, ni una sola definición negativa de aquel hijo exigente que desafiaba la autoridad del padre. 

El ojo de Dios se fijaba en otros elementos distintos a los que se fijaban sus padres biológicos. La profundidad de la enseñanza era tal que muchos cristianos no llegaban a entender la sabiduría que se ponía en funcionamiento. Por mucho que leyeran esa experiencia no captaban ni su esencia ni su objetivo. 

“Escucha la parábola del hijo pródigo, y aprende cuál es el tesoro de Dios y el tuyo: el hijo de un padre amoroso abandonó su hogar y pensó que había derrochado toda su fortuna a cambio de cosas sin valor, si bien no había entendido en su momento la falta de valor de las mismas”. 

“Le daba vergüenza volver a su padre porque pensaba que lo había herido. Mas cuando regresó a casa, su padre lo recibió jubilosamente toda vez que el hijo en sí era su tesoro. El padre no quería nada más”. 

La gente que ponía el valor en el dinero, en las lealtades, en los intercambios de favores, en las buenas prácticas, les daban a esos conceptos un valor supremo y muy por encima de la persona. 

El propio hermano mayor le recordó al padre que aquel hijo se había gastado su dinero en prostitutas. El valor estaba puesto en el comportamiento sobre el dinero y sobre la aparente decencia. La enseñanza de la parábola iba mucho más allá de cualquier concepto. La persona regresaba a casa y admitía el valor supremo del padre como persona, como amor. 

Mario reconocía que había caído en el error de dar valor a los conceptos de aquellas cosas que hacíamos. El único y gran valor, según el padre del hijo nos lo recordaba, éramos nosotros mismos. No lo que hicimos.

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