Una pareja, en su cuarentena, se disponían a salir de viaje de regreso a su hogar después de un fin de semana un poco intranquilo. Los dos tenían caracteres fuertes, incisivos, capaces de hurgar en las heridas del otro y en la partes vulnerables de su compañer@.
No tenían que hacer ningún esfuerzo. Se conocían muy bien. Habían compartido muchas horas y muchas intimidades entre los dos a lo largo de sus años.
Sus momentos de responsabilidad parecían que se habían superado y solo se encontraban ellos, uno frente al otro, en otro momento de sus vidas. En otro momento de sus ilusiones y de sus molestas frustraciones.
La vida les mostraba el reflejo en el espejo de su situación, un poco incómoda para los dos. Pero que cada uno, con una reflexión personal, siempre volcaba en la insatisfacción del otro como motivo de su malestar.
Pusieron las maletas en el coche, los trastos utilizados y los detalles del fin de semana. Cerraron el maletero y se sentaron al frente. Arrancaron el coche y se inició la marcha de su regreso en una tarde soleada y con un cielo azul alrededor de ellos.
No había mucho tráfico. Había ocasión de charlar e intercambiar algunas ideas sobre las conversaciones que habían surgido. Sin darse cuenta, se situaron en el terreno del ego. Una parte de cada uno de nosotros que es completamente contradictoria. La parte del Espíritu no era considerada. Así que los juicios del ego iban reduciéndose, en su conversación, a todo el cúmulo de elementos negativos en ellos.
Un cúmulo de inconvenientes que, al focalizarlos, pareciera que solamente existiera esa parte en ellos. Les faltaba el concepto de espejo. Los inconvenientes que veo en el otr@, son mis inconvenientes reflejados. Esa falta de visión hace que esa oportunidad que nos brinda la vida de nuestro desencuentro se transforme en una forma de encontrarnos a nosotros mismos.
El coche, en su interior y en el exterior, estaba limpio. Todo era un gozo estupendo verlo con toda su apariencia. En otros momentos, la suciedad se había cebado en él y no se podía descubrir su belleza, su porte y aquella cualidad que les había enamorado en su compra.
Esa falta de aceptación, de reconocimiento interior, nos impide que encontremos ese elemento interno que nos pueda transformar y acercarnos a la realidad interna de nuestra vida y la flor de la madurez se abra con la belleza de la autoconciencia y la potencia de su desarrollo en algo superior.
Nadie tiene la culpa de nuestros desencuentros. La culpa es una creación del ego. No es una creación del Espíritu. Lo que creemos que está en el otr@, está realmente en nosotr@s. Esta inconsciencia nos impide vernos a nosotr@s mism@s.
En sus conversaciones solamente había, como en su coche sucio, muchos elementos de reproche, de desdicha, de molestia y de separación. Seguro que se necesitaba una limpieza. Pero el ego se fija fuertemente en la suciedad. La identifica, la expande, la hace más grande con sus movimientos y al final pierde la belleza que les hizo comprar tan bello y maravilloso ejemplar.
En todo caso es una ceguera que en algún momento, desde nuestro deseo de ver la luz, irá desapareciendo para no reducir al otr@ a un conjunto de inconvenientes que es una visión totalmente falsa de la realidad.
Como personas ciegas a nosotr@s tenemos necesidad de ser orientadas, guiadas por el Espíritu.
Dejemos y permitamos que ese Espíritu se desarrolle en nuestro interior y veamos al otr@ con la plenitud maravillosa de hermosura, belleza y bondad que se acerca, sin ninguna duda, a una mejor y más amplia realidad.
Y eso requiere un cambio de mentalidad. Un cambio de mirada. Una limpieza de ojos llenos de nuevos pensamientos de paz y reconocimiento de la altura de la otra persona si ningún lugar a dudas de su valía y de su belleza hermosa sin par.
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