lunes, febrero 15

LA SUPERACIÓN DEL RECHAZO

Carlos estaba hablando con su teléfono móvil rodeado de árboles. Se había introducido bajo las ramas acogedoras de uno de ellos. Le permitía acercarse a su interior por uno de sus claros. La vista era magnífica. Una extensión de naranjos se extendía ante sus ojos, todos alineados y bien dibujados. Un cuadro de la naturaleza bajo los rayos luminosos de un sol suave, tranquilo y abrazador.

El teléfono en su oído, el pensamiento en la conversación y los ojos alternando la vista de los naranjos, con el interior del árbol y con la plataforma del edificio más cercano. Centrado en las palabras, en los sonidos que recibía y en la actitud reflexiva para comprender a su amigo al otro lado de la línea. 

Una conversación apreciada, querida, deseada. Estaba contento, alegre. Por fin, se había puesto en comunicación. Las palabras, los sentimientos y los movimientos alegres del corazón se entremezclaban con la razón y con las disquisiciones de su planteamiento. Se indicaban las razones de tan larga ausencia entre dos almas por la senda de la amistad. 

Carlos gozaba. Se sentía pleno y su interior iba llenándose del vacío de la ausencia de alguien muy apreciado. La conversación fue haciéndose densa con los contenidos y con las expresiones queridas de dos personas en libre y espontánea comunicación. 

En eso, Carlos levantó la vista hacia la plataforma del edificio y vio a una persona entrar en él y todo su cuerpo emocionalmente reaccionó. Una sensación de vacío y de rechazo apareció en los poros del cuerpo, a pesar de estar enzarzado en otra realidad con el teléfono. 

Carlos sintió el desagradable estremecimiento y lo guardó para sí. Seguía con el teléfono desgranando todos los incidentes de la conversación. Así se pudo olvidar momentáneamente de su momento de estupor. Los detalles siguieron apareciendo y concluyeron un encuentro con todo su esplendor entre dos amigos de corazón. 

Las diversas actividades fueron siguiendo con normal desarrollo y con mucho aprecio en cada detalle. El día fue deslizando su camino y llegó a su fin. La noche cubrió con su majestuosa presencia el descanso y, felizmente, Carlos se durmió.

El día siguiente hizo acto de presencia. La luz de la mañana, el descanso del cuerpo y las actividades del nuevo día aparecían como hermosos caminantes de las primeras horas. En un momento, Carlos sintió en su cuerpo el mismo estremecimiento de rechazo del día anterior. Se quedó pensativo. Ahondó en su causa. 

Sabía que su reacción, provocada por aquella persona, no estaba en ella sino en él. Había estudiado que los demás son espejos para nosotros. ¿Qué quería decirle el cuerpo con aquella reacción de rechazo? Sin lugar a dudas, el cuerpo indicaba una emoción negativa en sus adentros no superada. Una herida infectada que necesitaba ser limpiada y curada con un esmero especial. 

Abrió la herida, la observó, vio el rechazo de una noble amistad, de una auténtica mano tendida con toda bondad. La herida se hundía con la experiencia de que él no había actuado mal. Los bordes inflamados hablaban de insensibles comportamientos de la otra persona. Y así la herida se extendía infectada por estos pensamientos tóxicos que le impedían la curación.

Carlos se preguntaba por qué esa herida continuaba. Él era amplio de mente. En otros momentos había experimentado rechazo en otros órdenes de la vida y los había manejado muy bien. No le habían dejado huella. Los había comprendido y los había realmente olvidado. Y ahora volvía a preguntarse: “¿por qué me sigue doliendo este rechazo?”.

Buscó dentro de él. “¿A qué se refiere el rechazo? ¿Es algo genérico que no sé manejar bien? ¿Es resquicio de alguna experiencia en mi vida? ¿Es una experiencia mal digerida?”. Se esforzaba por encontrar la causa de aquella herida abierta con tantos elementos infecciosos. Descartó que fuera algo genérico. En muchos otros momentos los había superado. “¿Qué hay de específico en esta llaga?”.

Sabía que la solución estaba en él. No estaba fuera. Él había tenido una equivocación muy clara en el procesamiento de la negatividad de esa persona. ¿Cuál era la solución? ¿Dónde estaba el error? Le daba vueltas a la experiencia, a todas las ocasiones de encuentro entre ellos. En su interior pugnaban pensamientos y sentimientos un poco confusos. Por una parte, se destacaba el rechazo sentido el día anterior y ahora presente otra vez. 

Por otro lado, sabía de su comprensión y de la amplia visión que poseía. No había lugar para aquella actitud ni para aquel sentimiento negativo que se expresaba en los tejidos tensos de su cuerpo. 

Poco a poco, se abrió la luz. Poco a poco se hizo presente la causa de esa herida mal curada en su corazón. La insensibilidad mostrada por la persona ante los errores cometidos, Carlos los enjuició y los condenó. El error lo tenía la otra persona, no él. 

Ahora sí comprendió la causa de la herida y encontró el elemento purificador que previene toda infección: el perdón. Realmente fue insensible. Realmente dio una patada a una mano abierta llena de confianza. Carlos se perdonó a sí mismo por haber juzgado y por haber condenado dentro de sí. Por ello, su cuerpo le recordaba que no se puede condenar a nadie. La condenación se la hacía a sí mismo. Los demás solamente nos recuerdan lo que no hacemos bien.

Carlos notó la expansión de su pecho, la relajación de sus músculos y la alegría del vivir al dejar aquel peso, que sin quererlo, por sus pensamientos equivocados, había colgado como un lastre podrido en sus pasos, en sus sentimientos y en su vista torcida hacia aquella persona. 

Carlos, una vez más, hallaba, en el perdón, la salida maravillosa y el vuelo que toda águila, desde las alturas, despliega con majestad y profunda libertad. La vida se había llenado de color.

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