miércoles, febrero 17

LA EQUIVOCACIÓN, LA SUPERACIÓN

Nuestro director del centro se esforzaba en compartir los caminos de la superación en la enseñanza. Nos hacía ver la función y el lugar de la corrección en su momento. Nos indicaba que la corrección tenía un camino claro: enseñar el cambio por el cual se aplicaba.

“Si vosotros ofrecéis confianza, despertaréis confianza en los demás. Si ofrecéis desconfianza, recibiréis desconfianza. Si compartís nobleza, os devolverán nobleza. Si tratáis con hipocresía, aprenderán hipocresía. Si tratáis con distancia, no esperéis que se acerquen con sinceridad”. 

Nos repetía que esta era realmente la labor del profesor: motivar a la autenticidad y a la naturalidad. 

En una ocasión, un alumno, en la primera clase de la tarde, empezó a dar patadas en el suelo. Era algo extraño. El muchacho era un buen alumno. No había habido con anterioridad ninguna incidencia digna de mencionar. Me extrañé por su conducta. Le pedí, por favor, que no la repitiera.

Durante cinco minutos no interrumpió la clase. Pero volvió a dar patadas en el suelo. Nos atraía a todos la atención hacia él. Empecé a preocuparme. Le volví a pedir que se calmara. No sabía realmente lo que le pasaba. Sin embargo, algo punzante había en su interior para desafiar la disciplina de la clase. 

Se calmó por otros cinco minutos y lo volvió a repetir. Con firmeza, le pedí, por favor, que abandonara la clase. Le dije que me esperara en el pasillo hasta que la clase terminara. Deseaba hablar con él. Los cuchicheos de la clase se desarrollaban en la dureza del castigo que recibiría por interrumpir la clase. 

Mi corazón latía deprisa. No era normal que el muchacho siguiera ese comportamiento. Necesitaba averiguarlo. Tenía que terminar la clase. Me compuse todo lo que pude. Me centré en la materia y en los ejemplos oportunos. Se restableció la paz y atendía todas las preguntas del tema. El timbre nos indicó la finalización de la clase. 

Recogí mis apuntes, mis libros y mis cosas y salí al pasillo. Él estaba esperándome a mí. No nos molestó siquiera asomándose por el cristal de la puerta. Le invité a que me siguiera y que fuéramos a mi despacho. 

Me tranquilicé interiormente y le pedí, con la confianza que teníamos, que me dijera qué le había pasado. El silencio se instaló en él. Me hizo sentir muy incómodo. No era muchacho de ese carácter que sabe jugar con los demás. Después de esos minutos eternos, unas lágrimas densas llenaban sus ojos. 

Empecé a intranquilizarme todavía más. Tenía ante mí una emoción que desgarraba el interior de aquel excelente alumno, de aquel excelente muchacho. Bajaba la vista, se encogía dentro de él. Traté, de forma conciliatoria, tratar de calmarle. Y empezó a repetir: “no puede ser, no puede ser, mis padres me han dicho durante la comida que se van a divorciar”. Unas lágrimas abundantes salían de sus ojos y trataba de limpiarse con su pañuelo. 

Siempre había pensado respecto al divorcio que los padres llegan a esa conclusión después de transitar un camino lleno de trampas, de piedras en el camino y espinas sutiles lacerando sus almas. Y, en este caso, se lo habían ocultado al muchacho. No querían lastimarle y guardaban una fachada aceptable. 

Pero el choque era brutal. Sin esperarlo, sin intuirlo, sin olerlo, le había caído como una piedra que le había destrozado. En su dolor, me decía que sabía que se había comportado mal, que no debía haberlo hecho. Me ponía en su pellejo y lo entendía. Me preguntaba cómo había asistido a clases con esa bomba emocional en su interior. 

El muchacho no estaba en condiciones de seguir ningún tipo de aprendizaje con aquella emoción en su pecho, en su mente y en todos los músculos de su cuerpo. Los minutos pasaban. Las palabras comprensivas, suaves, tranquilizadoras fueron tomando su parte. Le dije: “tienes toda la razón. No sé si yo, en tu caso, hubiera podido portarme mejor. Ahora se trata de digerir esta terrible situación”. 

- Entiende que no he tenido tiempo para digerir esta realidad. Me han traído otra vez al colegio como si nada hubiera pasado. Y esto, profe, es demoledor”. 

- Te comprendo. Te entiendo. Te apoyo y no te preocupes por mi parte. Estoy contigo.

- ¿No me va a castigar?

- No. En absoluto. La vida te ha dado una muestra de dureza. Debemos ser comprensivos y apoyarnos con confianza.

- ¡Cómo usted decida!

- No hay problema. 

Me encantó la muestra de confianza y los momentos de comprensión que tuvimos. Nunca he podido olvidar esa tarde. La primera clase de la tarde a las 15:25. El abrazo que nos dimos y la posibilidad de ser el primero que extendía un poco de alivio de su emoción aplastante. 

La comprensión de una mano amiga llega más hondo que cualquier corrección que se hubiera aplicado. Y le di gracias a la vida, gracias a mi Director, gracias a mi mismo por haber, de alguna manera, apoyado a mi alumno en esa situación.



No hay comentarios:

Publicar un comentario