David recordaba, en sus días de prácticas de conducción, dos aspectos que le llegaban mucho: buenas orientaciones y ejemplo. Muchas veces los ejemplos iban con una rapidez que sus ojos se perdían en los detalles y en los movimientos.
Otros momentos, sin darse cuenta, un gesto bien captado era su puerta de entrada a la comprensión de los conceptos que debía aprender y aplicar. Conducir un coche era importante en su vida. Debía solucionar muchas incidencias de desplazamiento. Y eso era una herramienta en su existir.
En otros temas, también agradecía que algunas personas sin proponérselo actuaran como modelos suyos que él escogía para imitar comportamientos, pensamientos, actitudes y soluciones que le llegaban muy de cerca.
“Se puede enseñar de muchas maneras, pero ante todo con el ejemplo. Enseñar debe ser curativo, ya que consiste en compartir ideas y reconocer que compartirlas es reforzarlas”.
“No puedo olvidar la necesidad que tengo de enseñar lo que he aprendido, la cual surgió en mí precisamente por haberlo aprendido. Te exhorto a que enseñes lo que has aprendido porque al hacerlo podrás contar con ello”.
“Haz que sea algo con lo que puedes contar en mi nombre porque mi nombre es el Nombre del Hijo de Dios. Lo que aprendí te lo doy libremente, y la Mente que estaba en mí se regocija cuando eliges escucharla”.
David admitía que cuando compartía las ideas que había en él, las reforzaba, las comprendía mejor, las profundizaba en su interior. No era mera repetición. Era puro aprendizaje. Conversar era un deleite porque las ideas alimentaban a todos los que participaban de la conversación.
Empezaba a comprender que no sólo de pan vivía el hombre sino de toda idea que salía de la Mente de Dios.
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