Adolfo sentía que algunas personas jugaban un papel fundamental en su vida. Con algunas podía abrir su corazón y compartir muchos de sus pensamientos sin temor a ser rechazados, juzgados, ni condenados. Eso le daba una sensación de libertad que le impulsaba buscar su compañía y pasar hermosos momentos juntos.
Sabía que lo más temible para el ser humano era convertirse en una coraza inaccesible, inabordable e insondable. La distancia con los demás siempre se mantenía bajo formas aparentes de educación. Buenos modales exteriores sazonaban una distancia donde los corazones latían en latitudes distintas.
Los tesoros geniales que nos hacían disfrutar siempre tenían ojos comprensivos, manos ayudadoras, fuerza de apoyo, y una lealtad de amistad que siempre estaban dispuestos a hablar con claridad. No nos tapaban nuestras grietas, pero nos ayudaban a superarlas y a cambiarlas.
“Te exhorto a recordar que te he escogido a ti para que le enseñes al Reino lo que es el Reino. Esta lección no admite excepciones porque la falta de excepciones es la lección en sí”.
“Cada Hijo que regresa al Reino, con esta lección en su corazón, ha sanado a la Filiación y ha dado gracias a Dios. Todo aquel que aprende esta lección se convierte en el maestro perfecto porque la ha aprendido del Espíritu Santo”.
Adolfo se quedaba sin palabras ante esa invitación que el mismo Dios nos lanzaba a todos y a cada uno de nosotros. Al regresar al Reino, creíamos que todo estaba resuelto y que todo estaba aprendido. Sin embargo, esa invitación nos recordaba que compartir lo que habíamos aprendido era parte de nuestra plenitud y de nuestra nueva visión.
Humildes maestros que fuimos aprendiendo los recovecos del camino y que, al volverlos a compartir con el Reino, se fijaban en nosotros con una luz nueva que no hubiéramos nunca descubierto si no lo hubiéramos hecho. Dios sabía que la luz era infinita en nuestros pasos.
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