Gonzalo recordaba a una compañera profesora que tenía algo que le sorprendía. Cuando estaba, según ella, segura de algún tema, lo defendía con tal vehemencia que los demás apenas se atrevían a contradecirla. Esa fuerza desplegada en su exposición le daba una apariencia de verosimilitud irrebatible.
Sin embargo, Gonzalo reflexionaba y veía que algunas grietas, algunas osadías, estaban encerradas en algún que otro planteamiento suyo. Le faltaba el tacto y la humildad para no herir a los demás. Eso le preocupaba y le hacía reflexionar con mucho cuidado.
Ella interpretaba las advertencias de Gonzalo como miedos que no debían tenerse en cuenta. Pero, sus osadías, en alguna que otra ocasión, rozaban lo hiriente, lo desafiante, la rigidez y la poca comprensión que todo lo exageraba para defender sus posiciones.
“Existe una lógica sobre la que basar tu elección. Sólo un Maestro sabe lo que es tu realidad. Si el propósito del plan de estudios es aprender a eliminar los obstáculos que obstruyen el conocimiento de esa realidad, eso sólo lo puedes aprender de ese Maestro”.
“El ego no sabe lo que está tratando de enseñar. Está tratando de enseñarte lo que eres, si bien él mismo no lo sabe. El ego no es más que un experto en crear confusión. No entiende nada más”.
“Como maestro, pues, el ego está completamente confundido y sólo causa confusión. Aún si pudieses hacer caso omiso del Espíritu Santo, lo cual es imposible, no podrías aprender nada del ego, porque el ego no sabe nada”.
Esa compañera tenía una cualidad poco común. Una vez que se daba cuenta de que se había equivocado pedía perdón. Solía cometer sus errores en público. El perdón lo pedía en privado. Gonzalo no le exigía que pidiera perdón en público.
Sus meteduras de pata estaban adornadas de muchos adjetivos despreciativos. Su perdón, en privado, ante una sola persona, estaba resumido en las palabras: “No tenía razón”.
Las heridas quedaban en el ambiente. Los errores se habían magnificado. El dolor estaba servido. Gonzalo veía un cuaderno de uno de sus alumnos cuya maestra era su compañera. El desarrollo del problema, según la madre que se lo mostraba, merecía una comprensión mayor y una evaluación más alta.
Gonzalo estaba con la madre. Pero debía jugar bien sus bazas para mantener el equilibrio de equidad que toda situación demandaba. El ego creaba solo confusión. El Maestro estaba centrado en la comprensión.
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