Pablo se quedaba sin aliento cuando escuchaba que Dios mismo confiaba en él. Cuando lo pensaba de un modo racional, podía entenderlo porque se decía y se establecía que cada persona era Hijo o Hija de Dios. Por nacimiento, por creación, todos descendíamos de Él.
Pero cuando se sentía alguna vez dejado de lado por alguna persona que apreciaba, pensaba que era lo mismo con Dios. Las personas importantes sólo se ocupaban de las personas importantes. Pablo, como no era una persona importante, no creía que Dios confiara en él de un modo especial.
En sus silencios, cuando nadie le perturbaba sus pensamientos, se adentraba en el mismo y sin dejar que ninguna idea le influyera, abría su Ser al infinito y podía sentir esa fusión entre dos mentes, entre dos espíritus que se admiraban y que se atraían por la similitud de las maravillas que compartían.
“El Espíritu Santo, al igual que tú, es digno de toda confianza. Dios Mismo confía en ti, por lo tanto, el hecho de que eres digno de toda confianza es incuestionable”.
“Será siempre incuestionable, no importa cuánto dudes de ello. Dije antes que tú eres la Voluntad de Dios. Su Voluntad no es un deseo trivial, y tu identificación con Su Voluntad no es algo optativo, puesto que es lo que tú eres”.
“Compartir Su Voluntad conmigo no es optativo tampoco, aunque parezca serlo. La separación radica precisamente en este error. La única manera de escaparse del error es decidiendo que no tienes nada que decidir”.
“Se te dio todo porque así lo dispuso Dios. Ésa es Su Voluntad, y tú no puedes revocar lo que Él dispone”.
Pablo no tenía palabras para agradecer lo que leía. Era como si un gusano se hubiera convertido en un ave que surcara los cielos y divisara el horizonte sin ninguna barrera en su experiencia. Nada tan hermoso había leído con anterioridad.
Guardaba las palabras en su corazón. Se aferraba a ellas como su tesoro precioso del que no podía escapar. La vida brillaba y su corazón surcaba los cielos con el mismo tesoro en sus alas que su Hacedor.
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