miércoles, mayo 9

LA ORACIÓN DE PERDÓN

Carlos recordaba con emoción contenida la definición de oración que descubrió a sus veintidós años. “Orar es el acto de abrir el corazón a Dios como a un amigo”. Fue todo un descubrimiento en su experiencia. Desde pequeño siempre había visto una enorme distancia entre los mayores y los pequeños, entre Dios y sus criaturas. 

Las normas de educación subrayaban esa distancia. En ocasiones, había visto a personas menores sentirse abrumadas por los mayores. Se decía que las personas mayores siempre tenían razón. Carlos se oponía a esa definición. Ser mayor no era sinónimo de sabiduría. Muchos mayores estaban equivocados. 

Lo sentía en su corazón. Su boca estaba sellada por no poder hablar. Pero su mente se rebelaba porque esa máxima de que los mayores siempre tenían razón no era justa. Los pequeños, en ocasiones, tenían visiones más acertadas que algunas personas mayores. 

A lo largo de su vida, fue descubriendo en muchos momentos que la verdad no estaba en la edad. La verdad estaba en las mentes comprensivas, universales, ayudadoras y sensibles. Él mismo, como profesor, tuvo que aprender que sus alumnos le podían enseñar hermosas visiones. 

“La oración es una forma de pedir algo. Es el vehículo de los milagros. Mas la única oración que tiene sentido es la del perdón porque los que han sido perdonados lo tienen todo”. 

“Una vez que se ha aceptado el perdón, la oración, en su sentido usual, deja de tener sentido. La oración del perdón no es más que una petición para que puedas reconocer lo que ya posees”. 

“Cuando elegiste la percepción en vez del conocimiento, te colocaste en una posición en la que sólo percibiendo milagrosamente podías parecerte a tu Padre. Has perdido el conocimiento de que tú mismo eres un milagro de Dios”. 

“La creación es tu Fuente y es también la única función que verdaderamente tienes”. 

Carlos se adentraba un poco más en esa relación con su Padre. Además de abrirle su corazón como a un amigo, descubría que el perdón radicaba en aceptar que era verdaderamente un Hijo de su Padre, creado por Él, y que él mismo era un milagro de Dios. 

Era pasar de considerar a Dios como un amigo, a ser un fruto maravilloso de su Padre. La confianza era tal que se podía ver a sí mismo sin ninguna distorsión. ¡Hijo del Padre Celestial! Una aceptación que rompía todas las distancias que Carlos había percibido desde pequeño.

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