martes, mayo 1

LA INCERTIDUMBRE

Juan valoraba mucho la confianza que le ofrecía aquella persona. Descubría que esas lianas de unión quitaban muchos pesares, muchos momentos de indecisiones y muchos momentos de cavilaciones. Impedía que la incertidumbre se apoderara de la mente y estuviera en un mareo continuo. 

Por ello, al ofrecerle la confianza, al aceptar la confianza, el camino se abría donde antes no había visto ninguna salida. La confianza obraba milagros porque te cambiaba la situación interna de la vida. Parecía una brújula que te marcaba el norte y te quitaba muchos momentos de desorientación. 

Juan sabía que la confianza se ganaba con el tiempo, con la relación, con los apoyos y con una mirada comprensiva que unía a las almas de una forma perenne y agradable. Veía que esa veta entre los humanos era básica para nuestro caminar. 

“La percepción siempre entraña algún uso inadecuado de la mente, puesto que la lleva a áreas de incertidumbre. La mente es muy activa. Cuando elige estar separada, elige percibir”. 

“Hasta ese momento su voluntad es gozar de conocimiento. Una vez que ha elegido percibir, no puede sino elegir ambiguamente, y la forma de escaparse de la ambigüedad es mediante una percepción clara”. 

“La mente retorna a su verdadera función únicamente cuando su voluntad es gozar de conocimiento. Esto la pone al servicio del espíritu, donde la percepción cambia”. 

“La mente elige dividirse a sí misma cuando elige inventar sus propios niveles. Pero no puede separarse completamente del espíritu, ya que de éste es de donde deriva todo su poder para fabricar o crear”. 

“Aun en la creación falsa la mente está afirmando su Origen, pues, de otro modo, simplemente dejaría de existir. Esto último, no obstante, es imposible, ya que la mente le pertenece al espíritu que Dios creó, y que, por lo tanto, es eterno”. 

Juan reconocía que, por mucho que la mente decidiera separarse de su Origen con su proceso de separación, con sus creaciones contrarias a su espíritu, había un nexo con lo eterno, con el espíritu, que no podía romperse. 

La mirada inocente sobre los demás era capaz de descubrir ese nexo y apreciar los dones eternos de cada persona. La mirada de acusación sobre los otros descubría los errores que realmente tenían, pero era incapaz de vislumbrar el nexo de unión con lo eterno. 

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