Mario repasaba sus momentos donde, sin darse cuenta, la naturaleza le había dado dones intelectuales. Comprendía muy bien los conceptos que el maestro les explicaba en clase. Los practicaba y los comprobaba. Eso le producía una felicidad interna indescriptible.
Lograba hacer los ejercicios y descubría que coincidían con las soluciones que el maestro les compartía. Algunas tardes, después de salir de clase, se marchaba con algún amigo de clase y repasaban juntos los ejercicios. Si no entendían algo, con naturalidad les compartía lo que él había comprendido.
Sus amigos se lo agradecían y eso le daba cierta confianza interna que agradecía. Se sentía valioso y apreciado por sus compañeros. Cierto era que su deseo de compartir los conceptos aprendidos era muy grande. Pero se daba cuenta de que era una persona valiosa y le animaba mucho.
Descubría que era un camino que le proporcionaba muchas buenas noticias. Sin embargo, al llegar a los doce años, como hacían todos los compañeros cuyos padres no tenían medios, empezó el camino del trabajo en la oficina de un gestor de seguros.
“El que enseñes o aprendas no es lo que establece tu valía. Tu valía la estableció Dios. Mientras sigas oponiéndote a esto, todo lo que hagas te dará miedo, especialmente aquellas situaciones que tiendan a apoyar la creencia en la superioridad o en la inferioridad”.
“Los maestros tienen que tener paciencia y repetir las lecciones que enseñan hasta que éstas se aprendan. Yo estoy dispuesto a hacer eso porque no tengo derecho a fijar los límites de tu aprendizaje por ti”.
“Una vez más: nada de lo que haces, piensas o deseas es necesario para establecer tu valía. Este punto no es debatible salvo en fantasías. Tu ego no está nunca en entredicho porque Dios no lo creó”.
“Tu espíritu no está nunca en entredicho porque Él lo creó. Cualquier confusión al respecto es ilusoria, y mientras perdure esa ilusión, no es posible tener dedicación alguna”.
Mario se quedaba sin palabras, sin pensamientos, sin cielo. La verdad caía con la fuerza de la gravedad, con el vuelo de las aves, con las sonrisas de un niño pequeño que te abría su corazón desde sus ojos. Era la luz de la mañana que acariciaba y el agua fresca que te abrazaba.
Se repetía esas palabras: “Una vez más: nada de lo que haces, piensas o deseas es necesario para establecer tu valía. Este punto no es debatible salvo en fantasías. Tu ego no está nunca en entredicho porque Dios no lo creó”.
Era poderoso el pensamiento y su verdad. “Tu espíritu no está nunca en entredicho porque Él lo creó”. El miedo desaparecía y la tranquilidad visitaba su espíritu y sus pensamientos. Veía ese camino que conducía a confiar en su Dios como confiaba un bebé en los pechos de su madre.
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