Rafa recordaba sus clases cuando era pequeño y quería compartir con el maestro sus propias ideas. Al principio las compartía con toda nobleza. La respuesta que recibía del maestro era siempre la misma: eso es así y no hay nada más que hablar.
Esa respuesta dejaba en el interior de Rafa muchas inquietudes, dudas, abusos de autoridad y aceptación ciega de lo que el maestro decía. Su mente le decía que el maestro no estaba ni siquiera seguro de aquello que decía. Su enfado lo delataba.
Eran tiempos de autoritarismo y poca ciencia. Las cosas se aprendían porque sí y nada más. Ese vacío interior siempre quedó albergado en su interior. Cuando le tocó ser maestro y tenía que enseñar, adoptaba una actitud completamente opuesta.
En aquellos asuntos donde la ciencia había avanzado y ofrecía muchos porqués no dudaba en compartirlos con sus alumnos. Una idea que había leído en un libro le había orientado en su enseñanza. Los alumnos debían ser pensadores no meros reflectores de la afirmación de otros.
La insatisfacción que le quedó desde pequeño con sus preguntas, lo compensaba con creces con las preguntas que hacía y por la motivación que les ofrecía a sus alumnos a pensar y a realizar preguntas. Atendía todas las cuestiones.
Recordaba una pregunta que le propuso un estudiante de español de nivel universitario. En aquel momento no le pudo responder. Le dijo que en breve lo haría. Estuvo dos días reflexionando sobre el asunto hasta que encontró la respuesta para compartirla con su alumno.
“Un buen maestro clarifica sus propias ideas y las refuerza al enseñarlas. En el proceso de aprendizaje tanto el maestro como el alumno están a la par. Ambos se encuentran en el mismo nivel de aprendizaje”.
“Y, a menos que compartan sus lecciones les faltará convicción. Un buen maestro debe tener fe en las ideas que enseña, pero tiene que satisfacer otra condición: debe tener fe en los estudiantes a quienes ofrece sus ideas”.
Rafa se deba cuenta que la palabra fe y confianza venían de la misma raíz. Una confianza impregnaba sus enseñanzas y una búsqueda continua de excelencia le impulsaba a investigar. Una confianza completa en sus alumnos que se merecían lo mejor. Esa idea de hacerlos pensadores le había llegado muy hondo.
El ser humano era mucho más que un mero repetidor de los pensamientos de otros. Debía comprenderlos, digerirlos, reflexionarlos y formar parte de su vida intelectual. Realmente era un disfrute poder caminar dicha senda de aprendizaje juntos a sus alumnos.
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