José repasaba sus momentos de duda y de incertidumbre. Desde su interior confiaba en el Eterno. No dudaba de su existencia. No dudaba de su intervención y de su presencia. Sin embargo, dudaba del camino que iban a tomar los acontecimientos. Lo mejor, concluía, sería confiar plenamente en cualquier camino que se le propusiera.
Experiencias de todo tipo habían pasado por la lente de sus ojos, por la lente de sus motivos, por la lente de sus conocimientos. Eran todos motivos de aprendizaje que llenaban los corazones de dudas y de aceptaciones que no se esperaban. Así era la confianza cuando se ejercía plena.
El párrafo que estaba leyendo le llenaba de paz, de naturalidad, de sencillez y de cercanía del Creador. Sentía que cada día conocía mejor Su Voz y sus propuestas. Siempre estaba abierto a aprender y comprender. Así se encontraba ante aquellas palabras:
“Han sido muchos los sanadores que no se curaron a sí mismos. No movieron montañas con su fe porque su fe no era absoluta. Algunos de ellos, ocasionalmente, curaron enfermos, mas no resucitaron a ningún muerto”.
“A menos que el sanador se cure a sí mismo, no podrá creer que no hay grados de dificultad en los milagros. No habrá aprendido que toda mente que Dios haya creado es igualmente digna de ser sanada porque él la creó íntegra”.
“Se te pide simplemente que le devuelvas a Dios tu mente tal como Él la creó. Dios te pide únicamente lo que Él te dio, sabiendo que mediante esa entrega sanarás”.
“La cordura no es otra cosa que plenitud, y la cordura de tus hermanos es también la tuya”.
José se sentía pequeño, muy pequeño ante tales palabras. Dios sabía con certeza la grandeza que había puesto en nosotros, la magnificencia que habitaba en nuestra mente. Nosotros, en cambio, teníamos muchas dudas en muchos momentos.
Dios nos pedía únicamente lo que había puesto. Nosotros le devolvíamos lo poco que creíamos que nos había puesto. De ahí la sanación que nos pedía. Nuestra enfermedad desaparecía cuando la seguridad de la maravillosa imagen de Dios estaba en nuestro interior, en nuestra mente.
Si Él nos lo pedía, era porque podíamos darlo. Creer en su afirmación era creer en nosotros, era ser capaces de infinitos dones, era brillar con la luz del cielo. José decidía que su confianza aumentaría y alcanzaría la sencillez de la verdad del cielo: éramos grandes porque habíamos sido creados grandes.
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