Daniel le había preguntado a Dios Padre cuál era la justificación de la crucifixión. Era una experiencia extrema y no era necesaria según su criterio. Él no había matado a nadie. A nadie le había hecho daño físico. La relación con los demás le parecía siempre mejorable, pero dentro siempre de unas líneas aceptables.
No entendía el porqué de la crucifixión en su vida personal. Él no la necesitaba. Otros le decían que él también necesitaba la crucifixión de Cristo, pero era una postura que no compartía en absoluto. Al siguiente día mientras estaba ocupado en otras actividades recibió la idea en su interior.
Había personas que podían, en algún momento, justificar la ira en forma de ataque a los demás. Jesús, al indicar que perdonaba a todos los que le crucificaban, mostraba que nada podía apartarle de su objetivo. Nada ni nadie podía encenderle la ira nunca ni siquiera ante las puertas de la muerte del cuerpo.
“Como ya te dije anteriormente, ‘lo que enseñes es lo que aprenderás’. Si reaccionas como si te estuvieran persiguiendo, estarás enseñando persecución. No es esta la lección que el Hijo de Dios debe enseñar si es que ha de alcanzar su propia salvación”.
“Enseña más bien tu propia inmunidad, que es la verdad acerca de ti, y date cuenta de que no puede ser atacada. No trates de protegerla, pues, de lo contrario, creerás que es susceptible de ser atacada”.
“No se te pide ser crucificado, lo cual fue parte de lo que yo aporté como maestro. Se te pide únicamente que sigas mi ejemplo cuando te asalten tentaciones mucho menos extremas de percibir falsamente, y que no las aceptes como falsas justificaciones para desatar tu ira”.
“No puede haber justificación para lo injustificable. No creas que la hay, ni enseñes que la hay. Recuerda siempre que enseñas lo que crees. Cree lo mismo que yo, y llegaremos a ser maestro de igual calibre”.
Daniel sabía que en sus pensamientos no podía introducirse ninguna justificación para la ira. Ni siquiera en los momentos extremos había justificación. La afirmación de que no podíamos ser atacados era la creencia que se debatía en su interior.
Ese era el punto vital de la reflexión. Todos podían, aparentemente atacarnos, pero estaban expresando la problemática interior que tenían dentro de sí. Echaban sus llamaradas sobre nosotros. No nos podían atacar porque lo único que era posible era la expulsión de sus pensamientos equivocados sobre nosotros.
Teniendo claro esto, nos volcábamos sobre los demás como víctimas de sus propias incongruencias en lugar de considerarnos a nosotros como víctimas. Por ello, la ira era imposible.
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