David se enfrentaba por primera vez a esa afirmación de que no le tocaba a él mismo decidir lo que realmente era. Era un concepto con el que había estado luchando durante toda su vida. En ocasiones se sentía solo en ese dilema de saber el lugar que ocupaba en la vida.
Por un lado, le decían que era Hijo de Dios. Pero, era una situación que habían perdido nuestros primeros padres y entonces habían quedado a merced de una huida continua y una búsqueda constante de nuestro sitio real. Todavía sentía David que cuando enfrentaba a personas que creían en la creación, no se encontraban en disposición de aceptarlo.
Era como si nos preguntaran cuando naciéramos y que dijéramos que no estábamos a la altura. Menos mal que nadie nos preguntaba al nacer. Pero nuestros padres se sentían orgullosos de nosotros y durante un cierto tiempo vivíamos atendidos mayoritariamente por ellos.
Al hacernos mayores pasábamos a la indignidad del nacimiento a causa de nuestros primeros padres. Se empezaba a perder toda seguridad labrada en nuestro interior.
“Tu mente está dividiendo su lealtad entre dos reinos, y tú no te has comprometido completamente con ninguno de ellos. Tu identificación con el Reino de Dios es incuestionable, y sólo tú pones en duda este hecho cuando piensas irracionalmente”.
“Lo que tú eres no lo establece tu percepción ni se ve afectado en modo alguno por ella. Cualquier problema de identificación, independientemente del nivel en que se perciba, no es un problema que tenga que ver con los hechos reales”.
“Es un problema que procede de una falta de entendimiento, puesto que su sola presencia implica que albergas la creencia de que es a ti a quien le corresponde decidir lo que eres”.
“El ego cree esto ciegamente, al estar completamente comprometido a ello. Pero no es verdad. El ego, por lo tanto, está completamente comprometido a lo falso, y lo que percibe, es lo opuesto a lo que percibe el Espíritu Santo, así como al conocimiento de Dios”.
David se quedaba sorprendido cuando una persona que creía en la creación divina, se veía en la posición de que debía portarse bien para agradar a Dios. Ninguna criatura al nacer tenía esos planteamientos. Era la afirmación de que debía buscar ese camino de portarse bien para sentirse aceptado por el Creador.
Era una duda constante que anidaba en muchas mentes. Y David concluía que no había lugar para la duda. La aceptación divina de Sus Hijos era total y no se podía quitar esa paternidad querida, profunda, maravillosa y amplia, al Padre de todos nosotros.
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