Enrique recordaba cuando en su relativa juventud le vino la idea de que Dios, el Padre, nos necesitaba a nosotros como nosotros lo necesitábamos a Él. Al principio le imponía el pensamiento. Lo dejó en su cabeza y continuó viviendo y teniendo experiencias.
Llegó a ser padre. Entonces empezó a comprender un poco más a Dios, Padre. La ligazón emocional, de cariño, de afecto, de emociones y de responsabilidad por aquel ser tan diminuto le hacía sacar sentimientos nuevos y hermosos que lo completaban en su vida.
Miró en su corazón la mirada de Dios, el Padre. Enrique veía que debían ser todavía más amorosos, cariñosos y profundos. La vastedad de la plenitud residía en el corazón divino. Él era un mero reflejo en su función de padre de su hija. El milagro estaba servido y la unión era totalmente una, una sola, una unidad totalmente fundida.
Ahora ya no le parecía tan atrevido aquel pensamiento de joven cuando tuvo la intuición de que el Padre celestial tenía todavía más anhelo, más necesidad, de estar y vivir cerca de nosotros, de estar y vivir dentro de nosotros. El Padre celestial se revelaba como un corazón inmenso sin límites ni exclusiones.
“Examina detenidamente qué es lo que realmente estás pidiendo. Sé muy honesto contigo mismo al respecto, pues no debemos ocultarnos nada el uno al otro”.
“Si realmente tratas de hacer esto, habrás dado el primer paso en el proceso de preparar a tu mente a fin de que el Santísimo pueda entrar en ella. Nos prepararemos para ello juntos”.
“Una vez que Él haya llegado, estarás listo para ayudarme a preparar otras mentes a que estén listas para Él. ¿Hasta cuándo vas a seguir negándole Su Reino?”
Enrique estaba feliz. No solamente el Padre celestial tenía ese amor inmenso por nosotros. También contaba con nosotros para compartir ese amor ilimitado con otros. Éramos significativos como personas. Éramos significativos en la colaboración.
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